lunes, 7 de enero de 2013

Cronica de una paloma agredida

Una paloma agredida

I
¡Noche Fría! Estaba lloviendo torrencialmente sobre la ciudad de Los Teques, agua, agua y más agua como si no hubiese tregua o clemencia desde las alturas del cielo.
La luz que emitía el pequeño bombillo era muy tenue desde la vieja lámpara que ocupaba su espacio sobre una antigua mesa de noche destartalada que en sus mejores tiempos, fue una linda mesita de caoba de un dormitorio.
Rosa Chanchamire observaba cada detalle de la pintura vieja del techo, pensando muchas cosas y sobretodo reflexionaba el hecho de que se le habían ido cinco años de su vida, presa en la cárcel para mujeres: Ese era el tiempo transcurrido, que llevaba en el INSTITUTO DE ORIENTACIÓN FEMENINA, a donde llegó una tarde a la edad de veinticinco años, esposada y montada en un jeep de la Guardia Nacional.
El frío le ponía la carne de gallina y no lograba calmar el deseo de fumar cigarrillos para equilibrar la ansiedad que le devoraba su espíritu y le hacía escuchar los latidos de su corazón.
No podía conciliar el sueño. Hasta que aceptó ante sus compañeras de celda, que esa noche no podría dormir. Entonces, todas las mujeres se levantaron de sus catres y empezaron a rodearle, fumando también con ella, haciendo una ronda de conversación, para escuchar de Rosa sus pensamientos en una palabra que brotaba lenta de sus labios, dejando de esa manera que el reloj siguiera su trabajo.
-Ya faltan pocas horas para cumplir mi pena –decía Rosa-.
Y entonces, la bella mujer con su cabellera negra y su rostro de india comenzó a recordar los momentos cruciales de su vida, como si ella fuese otra persona, que no estaba involucrada en el fatídico episodio de sangre, que marcó su existencia, echando al precipicio aquellos días de juventud plena.
II
Decía Rosa que “…a veces pensaba que los acontecimientos misteriosamente, le pasan a la gente como si viviera otra realidad, algo parecido a un mundo paralelo, que se aparece de repente y que traviesamente termina torciéndole la vida a cualquiera como un hecho fortuito e inesperado; que la gente comete locuras, realizando acciones extrañas y censurables para el resto de la humanidad, entendiendo que se vive momentos que se escapan del control y después resulta que es muy difícil dar una explicación de los errores que se cometen en la vida.”
Las otras mujeres escuchaban atentamente sus palabras, sin emitir opinión, dejando que Rosa expulsara sus demonios aristotélicos para calmar su alma y le observaban atentamente, como los alumnos atienden a su profesor en un aula de clases.
-Nadie está exento de involucrarse en un problema –decía Rosa-, por algo nadie está libre de pecado.
En su caso, ella fue el personaje principal de una película que después se repetía en su mente “como cuando uno tiene pesadillas”; llegaba a pensar, que los sucesos se dieron como un acto de ficción ideado por un guionista desesperadamente creativo, que escribía libretos para entretener a la gente en una serie de televisión o simplemente eran crónicas sucesivas, que aparecen en la revista de los domingos, para recrear a los asiduos lectores necesitados de cuentos al mejor estilo de “ Aunque usted no lo crea”, que contribuyen a su descanso, bajo una mata de acacias floridas, en el Parque del Este, mientras se lee, escuchando a las aves y ver a los niños jugando sobre el césped.
Pero, no fue un cuento, ni una película ni una crónica: Era su historia de verdad.
III
Rosa transcurrió su adolescencia en un hogar conflictivo donde abundaban las discusiones y riñas constantes entre sus padres. Los insultos, amenazas de golpes y hasta el lanzamiento de objetos de diversa índole como floreros, zapatos, adornos, que estuviesen al alcance de las manos, en un momento de ofuscamiento incontrolado, era un acontecimiento predecible en cualquier momento de la semana. Decía Rosa, que “... esos problemas nacieron en Caracas, porque no recuerda haber presenciado semejante ambiente de discusiones, en su casa de frente al mar, donde vivieron felices, hasta que su padre decidió emigrar por la falta de empleo en la zona y la dificultad que tenía de ingresar a trabajar en la industria petrolera... ”
Jacinto, su padre, le decía que “su madre era muy celosa; que ella veía mujeres de la mala vida hasta en el closet y fantasmas donde –por supuesto- no los había en realidad”. Por otra parte, la señora Margarita, su madre, repetía constantemente, que “... ella sabía lo que decía; que no estaba loca para andar inventando cuentos y que Jacinto era un “motolito”, mujeriego, sinvergüenza e incorregible”.
Rosa era la hija mayor del matrimonio y cuando ya era una adolescente, se comunicaba fluidamente con sus padres, a quienes recriminaba por sus permanentes disputas.
Jacinto, la buscaba como “mediadora” en las discusiones y también “como ve y dile” para rehacer los puentes necesarios de contacto con su mujer. Y además solía manifestarle que “... él reconocía que tomaba mucho licor con sus amigos y se dedicaba a compartir en una mesa, al juego de dominó los días viernes por la noche, pero le aseguraba que él no era ningún “putañero”, como le decía su mujer”. También le confesaba Jacinto que “Margarita lo tenía como loco; que no quería irse del hogar. Sin embargo, comenzaba a considerarlo, porque ya estaba obstinado de tanto desbarajuste y de ese clima que dejan las peleas en casa, que le daba “mala vida” para todos”.
Rosa recordaba que fue un domingo, mientras observaban la transmisión de las carreras de caballos por el canal ocho, cuando Margarita le gritó a Jacinto desde la cocina –por primera vez- que “ya estaba cansada de tanta amargura y que se había decidido a cortarle la paloma. Así le decía ella al pene de su marido-, si él seguía en esa actitud o costumbre de engañarla con otra”. Inmediatamente, Jacinto saltó de su butaca frente al televisor, expresando su sorpresa por lo que decía su mujer, riendo nerviosamente y le respondió que “... esto era el colmo y que ahora si que se había rebasado el vaso de agua”. Rosa mientras tanto, escuchaba desde su habitación la discusión que subía de tono en la sala de la casa y entonces apartó el ejemplar de la novela “Las lanzas coloradas” que debía leer para hacer su tarea de castellano y comenzó a imaginar la acción violenta en la cual su madre agredía a su padre, desprendiendo su pene, en una escena trágica, al mejor estilo shakesperiano, como si fuera una obra de teatro montada en algún escenario lleno de gente con todo y música de fondo: Rosa se imaginaba un pasaje de un Hamlet tropical, en cuya acción predominaban los gritos y la sangre por todos lados; específicamente, se imaginaba el momento crucial, cuando su madre desprendía el pene de su padre como si estuviese castrando a un cerdo y luego –pensaba- en el escándalo natural que se daría en su vecindad como producto de la agresión sobre la paloma; podía imaginar claramente a sus vecinos gritando al frente de su casa o murmurando -tal vez sería lo más lógico-, la desgracia ocurrida con los ojos pelados como araguatos, vigilando cada movimiento en la escena del suceso. Sí. Ella se imaginaba la manera de pedir auxilio inmediatamente después de la desgracia, para pedir ayuda y trasladar a su padre al puesto de socorro, cuestión de atenderlo médicamente y después se imaginaba cómo serían los grandes titulares de prensa, específicamente en la página roja del vespertino del día lunes. Que seguramente diría algo así como: “Mujer Castró a su marido por celos”.
-¡Dios –pensaba- sería algo horrible todo aquello!
E inmediatamente, las ideas volaron en su mente y trataba de predecir qué pensarían sus amistades del liceo, cuando se enteraran de un hecho tan feo; igualmente, lo que dirían los compañeros del trabajo de su papá, lo que dirían los amigos y parientes de siempre y lo peor de todo quizás: esa entrada y salida de policías de su casa para averiguar lo sucedido, metiendo “las narices” en todas sus intimidades y haciendo preguntas sobre asuntos insospechables seguramente, que ella no sabría qué responder.
-¡Dios ¡ -exclamaba nuevamente-.
Entonces, su garganta se hacía un nudo difícil de desbaratar y no hallaba que más pensar. Se desconectó de su imaginación para volver a la realidad, se puso las manos en la cabeza y salió de su habitación hacia el recibidor de la casa para tratar de calmar la situación. Se dirigió a sus padres sin medir sus palabras, las cuales brotaron como si fuera un río incontrolable, cual Orinoco en busca del mar y le recriminó a su madre por tratar de esa manera a Jacinto y le exigió a ambos que pusieran de su parte cada uno, con sus mejores esfuerzos, para culminar la discusión; para eliminar las amenazas perennes que se tenían, porque si continuaban en ese contragolpe interminable, el conflicto podría complicarse y nada positivo saldría de allí como conclusión y seguramente, que podrían llegar al extremo de lo insoportable con consecuencias posiblemente peligrosas para todos. Más tarde, la discusión se había calmado, pero continuaban en una disputa silente, con un lance de miradas de dos felinos a punto de irse por las garras y los colmillos que parecía un reto postergado. Afortunadamente, su padre lo tomaba a manera de burla y le decía a su mujer “…que primero tendría que ponerle la mano encima”, luego Margarita se reía sarcásticamente y le respondía  “…que durmiera con un ojo abierto y otro cerrado”; a lo que Jacinto le repicaba “…que él no era mocho. ¿O acaso, ella pensaba que é se iba a quedar tranquilo, mientras ella le pasaba el cuchillo?”.
-Ya te lo advertí –le decía Margarita con una voz adornada de picardía y de chanza-.
-Entonces, te digo –le respondía Jacinto- que ahora te vas a quedar como misa de seis, porque ya no tendrás paloma sobre el campanario, hija.
IV
Rosa tomaba un nuevo cigarro con la paciencia que tiene una persona, que siente el tiempo infinito y que nada le afecta... muy lentamente encendió el fósforo y comienza a ponerle candela hasta ver el humo salir, dibujando figuras desordenadas que copaban el aire de la celda. Las mujeres seguían expectantes ante la confidencia que estaba a punto de revelarse; ninguna se quería perder el más mínimo detalle de las palabras de Rosa, e inclusive, alguna de ellas destapó un termo grande lleno de café, que empezó a servir como si fueran tragos de tequila y las mujeres tomaban pequeños sorbos del tinto, que despertaba las neuronas sin emitir palabras, ni frases, ni preguntas, ni comentarios.
Entonces, Rosa continuaba su exposición, abriendo el telón del recuerdo, tratando de que sus palabras llenaran la madrugada...
V
Pasaron unos cuantos años que dejaron su adolescencia atrás y su madre le visitaba en su casa, que compartía con Darío, su esposo. Rosa recordaba esas escenas vividas como si fuera una película vieja como “lo que el viento, se llevó”. Finalmente, nunca pasó nada que trascendiera las palabras. Sus padres siguieron viviendo juntos, mientras el tiempo hacía que se esfumara parcialmente como el humo, esos impases que no se siguieron repitiendo; pero a Rosa no le cabía la menor duda – y se lo expresó a su madre-, que definitivamente esos episodios quedaron grabados en las paredes de su casa materna y también en su mente, con deseos de no volverlos a vivir y daría todo lo que tuviese a su alcance para olvidarlos para siempre como cuando un escritor quiere borrar un escrito que no satisface lo que se quiere crear y echarlo al cesto de la basura. Pero, “ …una cosa es lo que piensa el burro y otra cosa es lo que piensa el que lo arrea” –decía Rosa-. Nunca le hubiese pasado por la mente que le correspondería vivir con su propio esposo una situación similar a la que vivió Margarita con Jacinto.
Ella sabía de los buenos sentimientos de Darío y lo consideraba un buen hombre, sin embargo, últimamente se notaba un paralelismo que parecía calcado al tormento de Jacinto con Margarita: todo comenzó con la bebida de aguardiente de su marido; luego vinieron las llegadas tardes a casa, las mentiras y la terrible sospecha de que él estaba con otra mujer. Naturalmente, sus pensamientos trajeron el recuerdo de la presunción de infidelidad en forma automática –sin mucho esfuerzo-, entonces su experiencia de espectadora de discusiones y confidencias... volvía nuevamente a representarse frente a sus ojos, como una pesadilla resucitada, que se exponía sin interrupciones en una sala de cine, que le absorbía y la hundía cada vez mas en una habitación de la cual era muy difícil salir o escapar.
Su esposo tenía veintisiete años y era muy buen mozo al decir de las muchachas que le alababan su elección: ella solía observarle cómo se relacionaba con los demás en su elocuencia y atención esmerada. Entonces, comenzó a detectar que a Darío se le iban los ojos cada vez que veía a una mujer agraciada y bonita. Ella le recriminaba tal cosa, cada vez que se daba la ocasión y le preguntaba que “... ¿Si se creía un cantor del llano como aquel –tipo que nadie sabe cómo se llamaba-, que se robó a Rosalinda de un caserío, la montó en su cabalgadura para luego llevársela buscando la llanura abierta bajo la luz de la luna...?”
Jamás pensó Rosa que viviría sentimientos similares a los vividos por su madre-se repetía-. No podía creer lo que estaba viviendo, que no era precisamente el relato de una novela por la radio o una escena de perfidia y sollozos en la telenovela de las nueve de la noche.
Ahora, se encontraba signada por las dudas y el resentimiento, al punto de haber caído en la actitud de insinuarle a su marido que lo mutilaría si le era infiel y se lo juró por su madre que lo haría.
Darío no prestaba atención a las palabras de Rosa, en medio de sus borracheras sabatinas. Solo en una oportunidad, le respondió “que era una enferma; que era una loca, que había heredado los fantasmas de Margarita y que en mala hora no prestó atención a esa situación particular al casarse con ella. A la vez- Darío-, lamentaba su torpeza de haber caído en las manos de una mujer perturbada. En otra oportunidad, Darío optaba por reírse y se burlaba de la pobre Rosa, quien no hallaba como ahogar su impotencia.
La lucha interna que tenía Rosa con ella misma alcanzaba ribetes profundos cargados hasta de insomnio en sus largas noches de duda. A veces, daba un paso atrás buscando la calma y el sosiego, pero era inevitable para ella que la idea de mutilar a Darío le persiguiera como si se personificara en ella misma con un remolino de odio. No lo podía evitar –pensaba-, ni tampoco podía poner esos pensamientos a un lado, porque no tenía cabida en su mente para otra idea diferente. Muchos años más tarde, mientras cumplía su pena, llegó a la conclusión, que ese era el momento para recibir ayuda médica, pero la falta de costumbre en consultar a un psicólogo y el desconocimiento de cómo y dónde conseguirlo, se lo impidieron y tal vez, la historia hubiese sido otra diferente. Entonces-seguía recordando Rosa-, una, mañana se encontró en el mercado de víveres de Coche comprando un cuchillo con la expresa idea de usarlo en su amenaza, si se le presentaba la oportunidad. Lo guardó envuelto en un pequeño paño-de esos que utilizan en la cocina-de color blanco con dibujos coloridos de frutas como si fuera un cuadro de naturaleza muerta; metiéndolo luego en una gaveta del fregadero y allí lo dejó por algún tiempo, olvidándose de haber hecho semejante compra para semejante propósito.
En algún momento, llegó a pensar que sentía miedo de ella misma, descubriendo que albergaba dos personalidades dentro de ella: una Rosa que intentaba superar sus contrariedades y confusiones por una parte y otra Rosa, difícil de controlar, indómita y violenta, que quería salir de su pecho, como si fuera una india amazona, salvaje y guerrera, que con su puñal al cinto, sería indetenible y agresiva como una diosa añorada, salida de la selva agreste con su figura atlética, fuerte, capaz de volver loco hasta llenar de miedo a cualquier conquistador sanguinario escapado de la barbarie.
VI
Maribel, era vecina de Rosa desde los tiempos en que llegaron a Caracas, provenientes de la costa anzoátiguense al oriente del país y habían estudiado juntas en la escuela primaria regentada por las hermanas de la caridad de la misión del perfecto socorro y cuya sede quedaba en la avenida principal de “Los jardines del valle”. Maribel, fue la persona que le dijo a Rosa, que la negra Amanta “le sacaba cuadros a Darío y le coqueteaba todo el tiempo, meneando sus blancos pantalones cortos, que al parecer no se quitaba nunca”. Y – añadía Maribel- que “Amanta no dejaba de “pelarle los dientes con una risita sin fin, desde que lo veía“.
Le decía Maribel a Rosa que “...abriera los ojos y que cuidara a su marido, porque Amanta tenía fama de “devoradora de hombres” y esa mujer no andaba con cuentos para volver loco a un hombre”. Y además decía Maribel que “... Darío botaba la baba cuando la encontraba y se ponía como bobo, cada vez que la negra se le acercaba con su coquetería y le meneaba el trasero como si fuese una cascabel encantadora de voluntades...
La consecuencia del chisme de Maribel no pudo ser peor en los momentos tan inestables en que se encontraba Rosa, quien se puso furiosa y le dijo a Maribel “... que esa Amanta era una vagabunda y no sabía con quien se estaba metiendo y el Darío iba a saber lo que era bueno...”
A partir de esa tarde, que Mirabel le informó a Rosa tal desaguisado sobre ese extraño acercamiento, las cosas se pusieron muy tensas. Al punto, que Rosa se la pasaba pendiente –como es natural-, de encontrarlos juntos, pero no daba con el momento preciso en el cual supuestamente la pareja se veía por los alrededores de su comunidad y aparentemente –Rosa sospechaba que Darío se cuidaba de ella, porque siempre estaba en casa-.
No tenía por qué desconfiar de la confidencia que le hizo su amiga, pero era bastante posible que fuera así, ya que Amanta se la pasaba rondando como el cazador a su presa y se mostraba muy expuesta enseñando sus atributos de mujer, con esos pantaloncitos tan cortos que dejaba “al descubierto” sus redondeados muslos y la pronunciada figura de sus grandes nalgas, en contraste con el volumen llamativo de sus senos, tras la pequeña blusa, que no dejaba mucho a la imaginación.
VII
“Después del chisme de Maribel –recordaba Rosa- llegó el día fatídico. Y fue un sábado que comenzó muy bullicioso a primeras horas de la mañana en casa de la familia Paraqueima, que vivía a unas pocas casas cercana a la mía”.
La señora Tibisay estaba de cumpleaños y su marido se lo quería celebrar “a todo trapo”. De esa manera, la música de la Billo’s Caracas Boys retumbaba a todo volumen, pues estaban probando las cornetas y los discos. La madre de Tibisay preparaba la comilona donde la gallina era reina con consomé, ensaladas, pernil y mucha cerveza. El hogar de los Paraqueima, era toda alegría, pues tenían mucho que celebrar por los éxitos en los estudios y la buenaventura que soplaba, ya que todos tenían empleo, trabajaban con el gobierno y se les notaba bien apertrechados en las cosas, muebles, que tiene una casa, con mucho brillo y abundancia.
Antes de que se ocultara el sol, la fiesta estaba encendida y las parejas bailaban guarachas, paso dobles, merengues en un ambiente familiar que no tenía desperdicio.
Darío estaba allí desde temprano: jugaban dominó, comían todo tipo de refrigerios, tomaban cerveza y bailaban cantando y coreando las estrofas de las canciones de Billo, haciendo ruedas e intercambiando parejas para no perder ningún instante del jolgorio como si fuese la última fiesta de la vida.
La negra Amanta también estuvo allí y bailaba con todo el mundo en una contagiosa alegría, que animaba al baile como si estuviesen en un torneo interminable de danza; ningún hombre quería quedarse sin bailar con Amanta, que era el centro de las miradas masculinas en una atmósfera envolvente, que se hacía cada vez más intensa.
Maribel llegó a ver a Darío bailando con Amanta “la vaca Vieja interpretada por Cheo García, con su voz de guarachero e incluso la tarareaban alegremente:
“...Ay que la vaca vieja esta
y la vaca vieja
arriba mi vaquita que te traigo leche pa toma
y la vaca vieja
arriba vaca vieja que te traigo yuca pa cena
y la vaca vieja
arriba mi vaquita que te traigo un piano pa toca
y la vaca vieja
arriba vaca vieja que te traigo un baile pa goza
y la vaca vieja
arriba vaca vieja que te traigo whiskey pa bebé
y la vaca vieja...”
Lo cierto, es que no pasó mucho tiempo para que Maribel saliera de la fiesta y fuera a contarle a Rosa, que Darío andaba bailando con Amanta muy “acaramelados”.
Esa noche, Rosa no podía estar tranquila-como era de suponerse-, después que Maribel se retiró de su casa. Su mente era un brollo tratando de ordenar las ideas y buscaba razones y respuestas que le ayudaran a encontrar una solución para darle un alto a la relación de Amanta con Darío –que según Maribel, ya era un hecho consumado-.
Pasada la media noche, Darío llegó a su casa dando traspiés y Rosa lo recibió con un escándalo que no parecía tener fin, reclamándole el amancebamiento que tenía con la negra.
Su esposo abrió los ojos como si de esa manera trataba de aclarar las ideas para salir del estupor y el aturdimiento. Balbuceaba oraciones cortas y le respondía a Rosa que “…él no tenía nada con Amanta y que no le había puesto una mano encima. Cierto era que había bailado con ella, como lo había hecho también con otras mujeres, compartiendo, sin andar pensando en segundas intenciones.”
“¿Hasta cuándo vas a seguir con los celos?-le preguntaba Darío- ¿Hasta cuándo vas a seguir con esa tortura acusando de amoríos inventados por esa mente creativa y para colmo prestándole atención ala chismosa de Maribel, que parece que está enamorada de mí, ¿O qué? – Decía Darío- ¡Yo no soy un Don Juan Tenorio –exclamaba-“
Rosa lloraba y le daba golpes por el pecho, mientras le escupía insultos en la cara, tildándole de mujeriego y que se revolcaba con la vagabunda de Amanta.
Estuvieron como una hora discutiendo y antes de dormirse, Darío quedó golpeado y con rasguños en la cara, el pecho y los brazos, dados por su mujer, quien parecía una gata de comiquita con las uñas largas y una actitud agresiva incontrolable; que no escuchaba razones, ni le daba seguimiento a los planteamientos de su marido, quien por su parte, buscaba defenderse de las calumnias y del cuadro dramático en donde cayó como una piedra en un pozo.
Darío quedó dormido resonando la habitación con sus ronquidos de cervezas como si el sonido saliera de un trombón de la filarmónica de Caracas y Rosa le miraba buscando los restos de pintura de labios, que nunca consiguió.
Salió a la sala donde se puso a dar vueltas con el corazón desbocado y luego fue directo al mueble donde guardaba la vajilla, abrió una pequeña puerta y extrajo una botella de ron nacional: se tomó dos tragos “a boca de botella” y pensaba que no podía darle un “alto” a sus pensamientos, con esa angustia de ver a Darío como a un traidor. No sabía qué pensar y la mente se le había quedado en blanco por momentos. Siguió tomando varios tragos hasta que perdió la cuenta. Darío seguía dormido, sudando y roncando estruendosamente. Rosa pensaba que todo se le iba de las manos; que no controlaba la situación, ni tenía idea de qué era cierto y qué era falso. Pero, Maribel le había jurado que la relación entre Darío y Amanta era real; era cierta, y que le ponían los cuernos delante de toda la vecindad. Entonces, Rosa se enervaba. Sentía que la sangre le ardía en las venas y le provocaba matar a Darío, quien seguramente le había visto cara de idiota, de estúpida y hacía lo que le daba la gana, cuando ella le había dicho que lo mutilaría, si la engañaba con otra.
Entonces, en forma repentina, Rosa se levantó tempestivamente del mueble multicolor, arrojó la botella sobre un cesto de revistas que vienen insertadas los domingos en el periódico y se dirigió a la cocina en búsqueda del cuchillo afilado que compró aquel día de locura. Lo tomó sin pensar, ni meditar en nada como si ejecutara una escena aprendida al caletre, caminando hacia la habitación con un sigilo de gato.
En la habitación estaba Darío, imperturbable, respirando al compás de unos ronquidos cortos y un silbido fino. Rosa, lo observó detenidamente y entonces, tomó su pene para ejecutar el corte de manera rápida y fría. Fue más fácil de lo que ella había imaginado, Tan rápido, que no reaccionó, sino después de haber desprendido el miembro de su marido y verlo guindando en su mano izquierda. Darío se despertó saliendo de su profundo letargo y comenzó a gritar: “¿Qué hiciste mujer? “Cuando se encontraba bañado en sangre y Rosa no sabía qué hacer con el hombre desangrándose vertiginosamente, sobre la floreada sábana de su cama.
- Te lo dije- le respondió-.

Segunda Parte
VIII
La señora Tomasa Tonito, la madre de Darío fue la primera persona que acudió al Hospital Periférico de Coche, para enterarse de la salud de su hijo, después de lo sucedido a menos de una hora de la tragedia. Ella contó posteriormente que “... no lo podía creer, cuando Amanta le avisó “tumbándole la puerta” a golpes, para ponerla al tanto de lo ocurrido, ese sábado después de la media noche.
-No lo podía creer –repetía constantemente-.
Cuando acudió a la casa de su hijo, ya se lo habían llevado al Hospital y una comisión del Cuerpo Técnico de Policía estaba tomando declaraciones, recogiendo las sábanas ensangrentadas, el cuchillo y encuestando a los vecinos. Ya se habían llevado a Rosa para la subdelegación que quedaba en la planta baja del viejo edificio “Cerro Grande” en la parroquia El Valle, para que rindiera declaraciones y dejarla detenida en un calabozo, con varias mujeres que estaban allí para averiguaciones por distintos asuntos callejeros típicos del sábado por la noche.
Su hijo Nemesio la llevó al hospital y entraron por la puerta de emergencia, para enterarse de la salud de Darío, pero no obtuvieron detalles, ya que el caso estaba en pleno quirófano, para controlar la hemorragia y la mutilación.
Tan pronto llegó –para averiguar-, las enfermeras le rodearon, pues había un estado de conmoción en el centro hospitalario, ya que no era usual un caso similar.
La señora Tomasa estaba llena de odio, un sentimiento creciente en su corazón de madre contra Rosa por haber cometido tamaña barbaridad. Y entonces, gritaba improperios pidiendo venganza jurando que la mataría. Los reporteros comenzaban a llegar para tomar declaraciones pues, se habían enterado a través de la radio policial, que habían mutilado a un hombre por celos.
A la hora y media de haber sido intervenido estaba su hijo en la sala de cuidados intensivos, recuperándose de la anestesia y al cabo de otra hora mas, le permitieron verlo en compañía del doctor Querecuto, quien había efectuado la operación.
Darío estaba adolorido y lloraba como un niño por la perdida de su miembro, asunto que le dolía en el alma y pedía en voz alta morirse, en una oración de lamento salida de su pecho como un río de lágrimas.
-Hubiese preferido la muerte-decía Darío-. Y su madre le suplicaba que no dijese tal cosa, que  solamente Dios quita la vida y que ella no sabría que sería de ella si lo hubiesen matado. Entonces, el doctor Querecuto intervino, preguntando ¿Dónde estaba el pene?
Ante la rapidez de los acontecimientos, nadie se había percatado de tan importante asunto o quizás suponían que lo habían trasladado junto a Darío al hospital. Los detectives que también estaban en el hospital no tenían respuesta por lo que salieron a realizar una investigación inmediata al sitio de los acontecimientos.
En ese momento, doña Tomasa pudo ver la cortada que sufrió Darío, observando el pequeño “tocón” que le había quedado en medio de un tratamiento de emergencia entre algodones, adhesivos y catéteres ensangrentados.
Pasaron a Darío a un cuarto semi-privado para protegerlo de la curiosidad de la gente, quienes miraban cada movimiento de doña Tomasa, quien no hallaba cómo
escapar del corrí corre que generaban los heridos que llegaban a cada instante, víctimas de las heridas por arma blanca; armas de fuego y accidentes de tránsito, pero nada como el caso de su hijo que había sido víctima de los celos incontrolados de su propia mujer.
-¿Dónde está el pene? –volvió a preguntar el doctor Querecuto- y entonces procedió a explicar la importancia que tenía su recuperación lo más pronto posible, ya que sí lo conseguían podían intentar una nueva operación, para procurar su reinserción, pero si pasaba mucho tiempo se perdería la oportunidad de restablecer con éxito sus funciones y un buen resultado del proceso operatorio.
Darío decía que la única persona que podía responder a esa pregunta, era la misma Rosa.
El doctor Querecuto insistía que debían apurarse para encontrar el pene, de lo contrario, Darío quedaría para siempre con un tocón; un muñón y hacer otra cosa sería en el futuro muy costoso e inseguro. Además de que nunca quedaría igual a tener su propio miembro.
Entonces, Darío le suplicó a su madre que se entrevistara con Rosa y obtuviera la información para recuperar su pene.
Doña Tomasa explotó en un ataque de ira, porque no quería suplicarle –a Rosa- que le dijera cuál era el destino del pene, porque -señalaba que- le provocaba era matarla por desgraciada.
En ese instante el doctor Querecuto le manifestó a la señora Tomasa, que debía apartar ese rencor para poder recuperar el pene extraviado y superar la desgracia de Darío, quien era el afectado realmente; que entendiera, que todo indicaba, que Rosa estaba trastornada y en vez de complicar las cosas, era saludable pensar, que lo mejor era conseguir el pene, para mejorar la vida de Darío y el tiempo era oro.
Darío le suplicó a su madre nuevamente, que apartara el rencor y que se trasladara de inmediato a la PTJ, para hablar con Rosa y lograr la información, de lo contrario se quitaría la vida.
Finalmente, doña Tomasa accedió y fue a visitar a Rosa a la subdelegación para tratar de conocer el destino del pene y su recuperación inmediata.
IX
Se había perdido un tiempo precioso para recuperar el pene y doña Tomasa estaba consciente de ello. Sentía que el corazón le latía más rápido. Llegó rápidamente al edificio “Cerro Grande” donde quedaba la subdelegación de la policía judicial. Era un viejo edificio, símbolo del crecimiento urbano de El Valle, cuando comenzó a convertirse de pueblo expandido entre viejas haciendas en parroquia urbana, que crecía presionada por una ciudad necesitada de nuevos espacios.
No fue fácil lograr la entrevista con Rosa, pues los policías no querían propiciar el encuentro, a menos que estuviera presente su abogado o un fiscal del ministerio público. Pero, doña Tomasa no se dio por vencida y se entrevistó con el comisario Jefe de la Oficina, para que canalizara la obtención de información, que era un asunto vital en la vida de un hombre.
El comisario José Guaina, habilitó un pequeño local donde usualmente se tomaban declaraciones, para que ambas mujeres conversaran y doña Tomasa lograra su cometido.
Así fue como vio a Rosa, quien presentaba un rostro demacrado y con signos evidentes de no haber dormido. Estaba casi desnuda vistiendo una bata ligera manchada de sangre, en sandalias de goma y sin sujetador, lo cual hacía pensar que la salida de su casa había sido intempestiva: Eso fue lo que observó doña Tomasa.
-Vengo a pedirte que me digas, ¿Dónde está el pene de mi hijo? ¿Qué hiciste con él?-le preguntó doña Tomasa Tonito e inmediatamente, le explicó todo lo que le había dicho el doctor Querecuto.
Rosa al principio, no mostró ningún cambio en su rostro, que parecía inexpresivo, pero luego, dijo claramente, que Darío se lo tenía bien merecido por vagabundo y que ella se alegraba de que quedara mocho, para que nunca se olvidara de ella.
Doña Tomasa le imploraba, que entendiera la necesidad que había por conseguirlo; que si eso no se lograba, Darío se mataría, que ella sería responsable ante Dios por esa desgracia, porque la ley del hombre no es suficiente para castigar un hecho tan horrendo. Insistía doña Tomasa llorando ante Rosa, que por favor entendiera y ayudara a remediar la situación colaborando; que ese hecho no era para sentirse orgullosa, que ese era un hecho condenable; que ella –doña Tomasa-, entendía perfectamente sus celos de mujer, pero que por favor entendiera, que era la vida de su hijo y era necesario conseguir el pene.
Rosa se quedó callada como si fuese una piedra o una estatua de sal y casi no se le veía respirar, ni emitir el menor movimiento.
Fue el comisario Guaina, quien intervino y trató de mediar en la conversación de las dos mujeres, quienes parecían personificar una escena importante de una novela policial y él quería ser parte de un acontecimiento que quería contar algún día.
Entonces, Guaina usó toda la elocuencia que disponía y mirando profundamente los ojos de Rosa le expuso –sintiéndose un actor de novela-, que si ella decía dónde estaba el pene de su marido, eso sería considerado en el expediente y redundaría a su favor, a la hora, que el juez decidiera sobre su caso y seguramente le favorecería enormemente; que entendiera eso, que le convenía. De lo contrario, -insistía el comisario Guaina-, su caso sería desfavorable, a la hora de dictar sentencia, si el pene no aparecía.
Rosa cambió su expresión y entonces, miró a doña Tomasa con su semblante menos rígido y le dijo que ella siempre quiso a Darío, pero que él le había llevado a tomar esa decisión de mutilarle, por infiel.
-Darío me dijo que nunca tuvo nada con Amanta, que nunca te fue infiel – le dijo doña Tomasa-, que todo ese rollo lo tenías tú en la cabeza –le añadió-, y te manda a decir, que no te acusará y pedirá clemencia para ti.
Entonces, Rosa se puso de frente al comisario Guaina y le dijo:
-El pene está en la nevera.
X
En la delegación de la policía técnica se encontraba un nutrido grupo de periodistas y medios de comunicación y fueron los que abordaron a doña Tomasa y al comisario Guaina, para saber qué había de nuevo en el proceso del hombre mutilado.
Doña Tomasa declaraba, que habían buenas noticias y que salía inmediatamente a corroborar la posible aparición del pene perdido y el comisario Guaina añadió que una comisión de detectives acompañarían a la madre de Darío, para darle seguimiento a la pista lograda en la investigación y que todo indicaba, que el pene había sido encontrado y aparentemente en buenas condiciones; que ciertamente se había considerado la perdida total, sin embargo, la esperanza manifestada por los dolientes en el caso, había sido importante en la declaración que dio la acusada Rosa Chanchamire y esperaban conseguirlo en la habitación donde se dio la tragedia y que con la aparición del miembro mutilado, se podía decir, que se cerraba un ciclo en el proceso, satisfactoriamente para todos.
XI
Doña Margarita, ya esperaba en el frente de la casa de Rosa a la comisión de la policía que acompañaba a doña Tomasa y sin perder tiempo, se dirigieron a la cocina y revisando la nevera, consiguieron en el congelador una pequeña bolsa que se utiliza para envolver pollos beneficiados donde estaba el pene mutilado. Eso fue corroborado por doña Tomasa, quien exclamó con alegría_
-¡Lo tenemos ¡
E inmediatamente, le llevaron al hospital, para contactar al doctor Querecuto y hacer los preparativos operatorios.
Los medios de comunicación informaban el extra noticioso, como si se hubiese conseguido vivo a una persona secuestrada por el hampa común y mucha gente se alegró por el hallazgo e incluso opinaban que harían oraciones por la salud de Darío.
- ¡Aquí traigo el pene, aquí traigo el pene!- gritaba doña Tomasa, mientras corría atravesando la entrada del hospital, buscando al doctor Querecuto.
XII
No eran las ocho de la mañana y ya Rosa iba caminando hacia el portón que la conduciría a la salida del INOF. Si hubiese tenido alas para volar, lo mas seguro, es que las hubiese desplegado y como si fuera un pelicano saldría rápidamente, elevándose en los aires, para luego dirigirse con decisión hacia la libertad y perderse en el cielo azul.
Pero, no podía volar y sentía que por más que trataba de acelerar sus pasos, no conseguía avanzar. Sus compañeras salían de todas partes para despedirla y en el camino comenzó a regalar lo que tenía en uso. Obsequió su pasta de dientes; su jabón de olor, chancletas, zapatos, batas, peines y cuanta cosa había acumulado en cinco años de pena.
Al final solo le quedaba su cedula de identidad y prácticamente salió con las manos vacías.
Afuera, estaba doña Margarita, Jacinto y Pausídes Chivico Sira, el reportero que siempre escribía en el periódico sobre su caso, desde el primer día.
Rosa estaba muy delgada, pálida, casi amarillenta, ya su cuerpo despedía un olor a encierro como de ropa vieja y guardada en un escaparate por años. Casi cumplía los treinta años de edad y los ojos se le humedecieron de lágrimas sin saber si era de alegría, tristeza o desencanto. Sus padres le abrazaron y los segundos transcurrieron más rápidamente.
Pausídes Chivico le dio la mano y le dijo:
-Bienvenida a tu nueva vida, espero que te vaya bien y logres ser feliz, porque eres muy joven.
Todos se quedaron un buen rato frente al portón y entonces Chivico le preguntó:
-¿Cómo te sientes, Rosa?
Rosa casi no podía hablar, pero le respondió, que se sentía arrepentida y que si volviera a vivir aquellos días tormentosos no volvería hacer lo que hizo y todavía no entendía, por qué se comportó de esa manera.
Chivico le dijo que esperaba hablar con ella detenidamente para escribir unas notas sobre su caso y le entregó un ejemplar del diario de ese día, que decía en su titular: “HOY QUEDA LIBRE LA MUJER QUE MUTILO EL PENE DE SU MARIDO, POR CELOS”

domingo, 6 de enero de 2013

EL DIA EN QUE SE DERRUMBO EL PUENTE DE LA MORA


El día en que se derrumbó “El puente de la Mora”
LUIS ALFREDO RAPOZO
“Nadie vio algo, nadie escuchó
y nadie dijo nada…”
I
El día que se derrumbó el puente sobre la laguna y dejó incomunicado el istmo, Juanito Guaruto pensaba abrir su negocio bien temprano, para hacer un inventario y luego, procedería en marcharse al día siguiente a Caracas y comprar las mercancías necesarias a ser vendidas en su bodega. Era una costumbre grata, porque todos en la casa elaboraban su lista para comprar las cosas personales que hacían falta o simplemente complacer un capricho que querían tener para el disfrute y el ocio. Hasta su niña mas pequeña sabia que él se iría de compras y entonces le había pedido una muñeca que se chupa el dedo y se orina, después que llora como un bebe recién nacido. Juanito la complacía en todo, porque él recordaba haber jugado con lagartijas, iguanas, rabipelados, pajaritos y culebritas temerosas de sus maldades de niño; entretenimientos muy alejados de tener un camioncito de bomberos con su escalera deslizable o un trencito a pilas dando vueltas sobre un riel en forma elíptica, que cargara sus piedritas y hojas de cundeamor y cariaquito silvestre.
Se había levantado bien temprano antes que el sol comenzara a elevarse por el este; subiendo lentamente primero, como un resplandor rojizo en la línea del horizonte que deja ver el mar y luego, poco a poco sube con su claridad y se deja ver completamente.
Juanito, encendió el motor de la camioneta en el frente de su casa y se sentó a tomar un café recién colado, mientras observaba a los “pelícanos y tijeretas de mar”, volar desde algún lugar de los manglares, buscando la orilla del mar y perderse en la distancia hacia el oeste.
Se puso su sombrero de pajilla, se terció su mapire y condujo su camioneta buscando el camino que lo llevaría a la maltrecha carretera llena de huecos desatendidos por años de gestiones públicas, que no miraban más allá de la plaza Bolívar y de la sede de la Alcaldía. Recorrió cerca de dos kilómetros hasta llegar a la boca de la laguna para descubrir que el puente que comunicaba “el istmo Caribe” con la carretera y que llevaba al pueblo de Uchire, se había esfumado como obra de algún mandrake de buen humor. Su imaginación le decía que el depauperado puente se había ido corriendo y saltando entre los manglares como si fuera una iguana, pero era evidente que se había derrumbado como un castillo de naipes. Sencillamente impresionante. Entonces, pensó que la falta de interés y la desidia fue suficiente para llevar al pobre puente a la tumba: una muerte fantástica, que le hubiese gustado ver para no olvidar una escena única, como de comiquita, en la cual un puente de color tierra era abordado por una legión de duendes desmontadores de estructuras, que iban vertiginosamente y en silencio sacando tornillos y juntas, para luego con un soplido de lobo feroz, proceder a aprovechar la brisa y los vientos del norte para tirar al pobre puente al vacío…
II
-“Se tuvo que caer durante la madrugada”, contaba un hombre en bicicleta que estaba en la orilla derrumbada. Inmediatamente, comenzaron a llegar vehículos y transeúntes que venían de las parcelas vecinas en busca de su rutina de trabajo y también se quedaron perplejos al no ver el puente y no poder pasar al otro extremo. Las aguas salinas de la laguna mojaban la orilla y las ruinas del puente se dejaban ver como si fuera un inmenso amasijo de chatarra; como si fuera un viejo barco inundado de salitre y oxido, que había expirado y dejado su último suspiro en un revoltijo de hierros y hojalatas podridas, hundidas en las aguas de cementerio marino. Afortunadamente, cuando se derrumbó el puente, no había transito alguno y no cobró vidas humanas. Algunas garzas reales y unas cuantas chusmitas se posaban en el medio de la laguna sobre los hierros caídos en desgracia, sin perder la mirada cazadora sobre cualquier cosa que se moviera entre las aguas como sapitos desventurados, camarones, pescaditos sin experiencia de la vida o cangrejos salidos del estruendo de la noche, ante el nuevo panorama que daba el puente sumergido.
III
Inmediatamente, que la noticia llegó al pueblo, hubo un impresionante despliegue de chismes y comentarios sobre el acontecimiento y entonces la plana mayor de la Alcaldía salió en comisión al lugar de la tragedia, para observar en el sitio, el inusitado siniestro. “Todos sabían que ese puente se caería debido a la falta de mantenimiento y que no se levantaría como hizo Lázaro ante el llamado de la voz de Jesús. No, el puente no se levantaría nuevamente por si solo” -decía una viejita pensionada por el Ministerio de Educación, que vive en una casita al margen de la carretera y que lloraba amargamente como si estuviera oyendo el final de una radionovela en Radio Rumbos, donde la protagonista muere aplastada por un camión cargado de basura: ella decía que “…no se imaginaba que el puente caería de esa manera tan cruel, dejando a toda esa gente en el istmo como si estuvieran bloqueadas por el imperio norteamericano. Para colmo de males, la laguna estaba cargada de agua y no podían pasar “a pie” por la orilla del mar, porque estaba saliendo un verdadero río de agua por la boca de la laguna”. Se quejaba entre sollozos-la viejita- y se preguntaba cómo haría para ir al pueblo a comprar sus verduras para la sopa. “Ojala-decía la viejita, mientras elevaba una plegaria al cielo- pudieran levantar el puente con un mandato bíblico, pero solo Dios tendría la respuesta de cuándo el gobierno se movería a reinstalar un nuevo puente”. Mientras tanto, era fácil entender que vendrían penurias para movilizarse y que tendrían largas jornadas de caminatas en la soledad de la carretera por falta de transporte. También pensaba-la viejita-, que haría falta una curiara para atravesar la laguna de extremo a extremo, con su horario de trabajo para tenerla disponible el mayor tiempo posible y con una tarifa solidaria.
IV
Cuando llegó el Alcalde Asdrúbal Méndez, inmediatamente comenzó a preguntar si habían escuchado o visto algo, pero nadie dijo nada. Solamente ‘el coriano’ que vive a escasos metros del puente y que tiene como 40 años vertiendo sus aguas negras en la laguna porque no tiene pozo séptico, dijo “que se había escuchado como un pedo gigantesco, pero como no hubo temblor, entonces siguieron durmiendo sin siquiera asomar la cabeza por la ventana. Luego, se enteró que el puente se había caído”.
-¿Cómo es posible que no te levantaras a ver el desastre?-le preguntó el Alcalde-.
-Usted tampoco hizo nada-le respondió “el coriano”-, cuando el puente se caía a pedazos, hedía y se retorcía. ¿Qué iba a hacer yo, cuando el puente comenzó a tirarse los pedos de difunto? 

EL MUERTO DE UCHIRE


El muerto de Uchire.
LUIS ALFREDO RAPOZO.
I
Magno Guarata venía en la carroza vestido con su franela de rayas multicolores y un sombrero de pajilla que según su amigo Lisandro Borotoche, nunca se quitaba para cuidarse del terrible sol uchireño, que le calentaba la cabeza al extremo de elevarle la tensión y hacerle insoportable andar en la calle.
Detrás de la carroza donde llevaban los restos de Isidro, llegaba también una camioneta cargada de aparejos, candelabros plateados, floreros y otros utensilios que se utilizarían para la velación del cadáver; la cual se haría en la sala de la casa de la hermana mayor de los Guarata, a quien consideraban como la madre de todos, porque los había criado siendo una niña, como si fuera una madre sustituta. Habían recorrido 125 Km. desde Barcelona hasta Uchire y cuando pasaban por el Hospital que está en plena carretera y se aproximaban al barrio “Las casitas nuevas” donde vivían, se encontraron con un río de gente que hacía difícil el paso de la carroza hasta la casita de los Guarata.
Si hay una palabra que resuma la expresión que tenían los vecinos y amigos de los Guarata en los rostros, quizás sea la de “sorpresa’: todos estaban sorprendidos por la muerte de Isidro y se enteraron por la radio comunitaria, quienes anunciaron esa mañana “que Isidro Guarata había sido encontrado muerto en la morgue del Hospital Luis Razetti de Barcelona, donde tenía varios días en cava sin ser reconocido, ni reclamado por nadie”. Tan pronto la noticia circuló por el pueblo como una chispa en la pólvora, los negocios cerraron y los centros educativos suspendieron sus labores. ‘Eso explica-decía Carlos Chivico, por qué se encontraba tanta gente frente a la casa de los Guarata y la gente caminando por la carretera como una procesión de místicos, que iban con su velas y cirios para rezarle al desafortunado de Isidro”.
Efectivamente, no cabía un cristiano en la casa y entonces tomaron la calle, patios vecinos y frentes de las casas circundantes para esperar los restos y cuando llegó la carroza, ya un mar de luces brillaban extendidas como un mosaico de alfombras en los alrededores, bajo el intenso sol de las dos de la tarde.
Una jovencita que esperaba en la carretera frente al caserío de Punto Lindo, le dijo a Chicho Ramírez -cuando le dio un aventón-, “que no conocía a Isidro, pero igualito iba a rezarle y a llorarle un poquito según le pidió su abuela, que no podía hacer acto de presencia porque estaba en cama y también le dijo que era una costumbre y comportamiento ancestral y que no importaba ser conocido del muerto para mostrar solidaridad con una familia.” Chicho dejó a la muchacha frente al barrio y desde allí pudo ver el preciso instante, cuando cargaban la urna desde la carroza hasta la casa.
Ya en la Alcaldía había un movimiento inusual y el ciudadano Alcalde se lamentaba no haber llegado de primero a donde los Guarata para que todos le vieran dando el pésame a la familia y declarando para la radio, entonces “la gorda” María Hernández que trabaja en un cargo impreciso de celebraciones y festejos, le dijo “…que de repente podían habilitar la cancha de básquetbol con todo y equipo de sonido para que diera un discurso ante tanta gente y hasta regalara unas bolsitas de comida a los asistentes como un acto adelantado de campaña electoral”, pero Justiniano Aguana que fungía de asesor del Alcalde en cuestión de imagen, le recomendó no asumir protagonismo con el dolor ajeno, sin embargo podían repartir volantes para anunciar un gran acto el sábado siguiente, en la plaza frente al stadium, con música llanera y mucha cerveza gratis.
II
Isidro Guarata era un hombre de 56 años que nunca había salido del pueblo ni para sacarse la cédula de identidad, era albañil, oficio que aprendió toda su vida construyendo casas de baharaque, de adobe y de bloques y luego se ganaba la vida reparando, manteniendo y añadiendo parrilleras para asar el pescado; camas, mesones, sillas de cemento y cuanta cosa le pidieran los parroquianos que se la pasaban permanentemente luchando contra el salitre, el sol inclemente y los inviernos constantes que pueden tumbar una casa si el dueño no se ocupa de cuidarla. También se internaba en la laguna para pescar lebranches, róbalos , catacos, lisas, con su atarraya y de vez en cuando buscaba camarones tanto para el consumo de la casa, como para los restaurantes que bordean la carretera y a donde llegan los transeúntes en búsqueda de un buen caldo o un pescado frito. Lo cierto, es que Isidro era muy tranquilo, aunque nunca se perdía una reunión; celebración, fiesta, donde quiera que se diera y todos lo consideraban como alegre, sano, jovial y echador de broma permanente. Y si algo le gustaba a Isidro era escuchar y bailar música llanera e incluso se vestía con su camisa a cuadros y sus pantalones tejanos debajo de un buen sombrero campesino que era parte de su ser. Era tan tranquilo y predecible Isidro, que cuando se cumplieron los dos meses de su ausencia sin saber de su destino, su hermana reconoció que ya era mucho tiempo esperando que se apareciera y “que era demasiado fuera de lugar, que nadie supiera dónde andaba, ni con quién y lo más extraño era que no se había llevado nada, ni se había despedido ni siquiera de ella, que era como su madre”. Fue entonces, que la matrona habló con Magno, el hermano mayor de los varones para que se pusiera en misión de búsqueda y denuncia de la desaparición de Isidro. De esa manera, Magno se tomó muy en serio la encomienda y comenzó a recorrer las autoridades y centros hospitalarios para buscar una pista que condujera hacia Isidro o por lo menos descartara que estuviera preso, enfermo o muerto. Así fue como Magno llegó a Barcelona aquella mañana.
III
Tardó en llegar a Barcelona porque estuvo avisando a propios y allegados en cuanto pueblito y caserío se conseguía en el camino sobre la desaparición de Isidro e informando de la desesperación que tenían en casa. Estelita Guarapana le dijo que “quizás se lo llevó el mar o tal vez se ahogó en la laguna por ponerse a pescar cuando las aguas están revueltas por el invierno”; Jesús Peche le dijo “que lo habían visto en Caracas montado en el transporte subterráneo” y Juan Chanchamire le dijo “que lo habían visto en Valle Guanape aprendiendo a hacer queso bajo en sal”, pero nadie supo darle plena seguridad del destino de Isidro. Hasta Melecio Chira que no es dado a hablar y que tenía como veinte años sin pronunciar cinco palabras seguidas, le dijo “que a lo mejor andaba con una vieja en algún lugar de los llanos del Guarico, debajo de un palmar viviendo un amorío y además le aconsejó que no se preocupara porque las malas noticias siempre llegan rápido.” Pero, Magno continuó hacia Barcelona para cumplir el mandato de la señora Guarata, quien lo llamaba permanentemente por el teléfono celular y le decía a dónde ir y qué puertas tocar en el camino.
Cuando llegó a la oficina de la policía técnica, el inspector Yaguaracuto le dijo claramente que “…no tenían ninguna persona en sus archivos que coincidiera con los datos de Isidro”, sin embargo, la cosa no fue tan fácil y Magno primero tuvo que esperar que lo atendieran; llenar varios cuestionarios sobre la desaparición de Isidro, consignar una foto, luego responder preguntas como si él fuera culpable de su desaparición y finalmente lo mandaron a revisar la morgue, por si acaso estaba allí y ellos no lo sabían.
Mucho tiempo después, Magno llegó a decir que dentro de la policía sudó a raudales, pues el ambiente era inhóspito e incluso la tensión se le subió y tuvo que sentarse un buen rato para seguir con la misión de buscar a Isidro y cumplir con su palabra. Pero, tan pronto se sintió mejor se fue a la morgue del hospital Luís Razetti para culminar su gira y regresar a Uchire.
“Cuando llegué a la morgue estuve a punto de devolverme” , le dijo a Lisandro Borotoche quien muchos años después siempre le pedía que le echara el cuento nuevamente y sobretodo cuando le llevaba amigos para que le conocieran como si fuera una estrella de holliwood o el niño perdido por 20 años en una selva encantada. “Quería devolverme porque me revuelve el estomago estar en un sitio nada amigable y también porque no pensaba que allí estuviera Isidro” –dijo- “pero, en ese momento me llamó mi hermana y no tuve otro camino que seguir adelante. En la recepción estaba un tipo con cara de fantasma, como de muerto, quien revisó una lista de dos meses y allí no estaba el nombre de mi hermano. Pero un patólogo que venia saliendo con su bata ensangrentada por su faena, vio la foto de Isidro que tenia el funcionario y le dijo “que se le parecía a uno que había trabajado días atrás”. “Yo le ilustré-dijo Magno- que mi hermano es indio, buen mozo, canoso, alto y se parece a Reinaldo Armas, celebre cantante de música folclórica” y el médico dijo “que por allí había un tipo con esas señas”. “Por eso fue que entré a la sala siguiente-contaba Magno- donde estaban montones de cadáveres tirados en el piso como si fuera un mercado de reses o un almacén de difuntos. En ese grupo no vi a nadie que se pareciera a mi hermano siquiera y entonces respiré nuevamente pensando que el hombre no estaba allí, pero luego el médico me dijo que pasara a las cavas para ver si estaba allí y efectivamente después de prevenirme que tenían mucho tiempo esos cadáveres en frío, a veces se deforman un poco y cuando abrió la nevera se me doblaron las piernas cuando vi a Isidro, muerto.”
-¿Está seguro? –le preguntó el médico- y él le contestó que si, quitándole la vista, mientras se iba en llanto como un niño.
IV
El funcionario con cara de fantasma que señalaba Magno, era Hilario Quiaro y él fue quien le dijo “que Isidro había sido encontrado dentro de un carro tratando de robarlo en el barrio Sucre de Puerto La Cruz, pero el dueño lo vio desde la ventana y desde allí mismo le disparó matándole en el acto, pero el hombre muerto no tenia identificación: por eso estaba en la morgue, aguardando quien le reclamara.’
Magno informó a su hermana del hallazgo y esta le dijo “que se encargara de todo y se lo llevara a Uchire, para proceder cristianamente a darle sepultura”. Entonces, Magno contrató los servicios de una funeraria por 4 millones de bolívares, quienes debían embalsamarlo y trasladarlo a Uchire y así se hizo. Antes –Magno-, se fue de compras para vestir al muerto con su camisa de cuadros, un pantalón tejano y su sombrero, como le gustaba vestir a Isidro.
V
El ataúd fue colocado en el medio de la sala y allí estuvo cerrado un buen tiempo hasta que la señora Guarata salió de la habitación principal con los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar por la muerte de su hijo -como ella le decía a su hermano menor-. Alrededor del féretro ya estaban las mejores mujeres rezanderas dando inicio al rosario y encendiendo cirios en la cabecera y colocando flores silvestres traídas de todas partes. La mujer tomó su sitio, parada en un costado del ataúd y ordenó que se abriera para que todos despidieran a Isidro y le vieran. Cipriano Guarata abrió la portezuela del féretro y dejó ver el maquillado cadáver de Isidro con su sombrero nuevo y su hermosa camisa de vaquero como la que usan los cantantes, ante una cámara de televisión. “Parece un artista” llegó a decir una señora rezandera que nadie conocía y que seguramente vino de algún caserío cercano para rezar y tomar café con algunas vecinas que le acompañaban. Entonces, la señora Guarata se quedó observando el rostro de su hijo detenidamente y exclamó con una voz que le salió del alma: “!Ese no es Isidro, carajo!”.
VI
El silencio se adueñó del lugar como si fuera una especie de sombra que se comiera hasta el ruido que hacen las manecillas del reloj. Inmediatamente, Cipriano Guarata encabezó la ola de hombres que rodearon a la mujer pensando que estaba viviendo una crisis por la muerte de Isidro al no querer reconocer su fatalidad.” Yo conozco cada detalle de mi hijo y ese no es Isidro-decía la señora con una voz imperativa- y si quieren, revísenlo para que busquen sus cicatrices y marcas que tiene desde niño, ganadas saltando alambres y sufriendo caídas con sus travesuras”. Magno llegó a decir posteriormente que en ese momento sintió que no tenia garganta y no podía pronunciar una sola palabra por más que lo intentaba y hasta llegó a decir que creía que se había quedado mudo del susto-contaba su amigo Borotoche que se sabía el cuento de cabo a rabo-. Efectivamente, los hombres abrieron completamente el féretro impregnando de formol el ambiente y tuvieron que aceptar que ese cadáver no era de Isidro.
La señora Guarata no sabía cuando reía y cuando lloraba en un estado de confusión sentimental que solo explotó cuando la gente comenzó a murmurar en voz alta, agradeciendo a Dios que Isidro estaba vivo… ¡Aleluya, señor!-gritaba un cristiano como si hubiese presenciado un milagro-.
-¿Y ahora qué hacemos con este muerto? –preguntaba Cipriano Guarata riéndose como si estuviese en medio de una comedia insólita. “Tal vez, lo mejor es seguir con la velación de este hombre y enterrarlo, ya que todo esta dispuesto para ello.”
“-De ninguna manera-dijo la señora Guarata mirando a Magno-. Inmediatamente lo devuelves y aclaras ese asunto en la morgue-le dijo señalándole con el dedo-.”
VII
Así fue como Magno regresó de nuevo con la carroza a Barcelona, llevándose el cadáver en un paseo difícil de describir, como si se tratara de un carnaval o un desfile de burbujas con olores de fiesta; “…el pobre hombre que fue asesinado por ladrón llegaba por segunda vez a la morgue, bien maquillado, limpio, embalsamado, vestido como un llanero y hasta con sombrero -dijo Lisandro Borotoche, quien se había ido con Magno en la carroza-.
Cuando el funcionario con cara de fantasma lo vio en la recepción de la morgue le preguntó a Magno: “-¿Viene a buscar a otro difunto?” Y este le contestó algo que quizás nunca se había visto y escuchado en este sitio: “¡Vengo a devolverle su muerto!”

La cuchara de Estelita Guarapana


La cuchara de Estelita Guarapana
LUIS ALFREDO RAPOZO

El día lunes al mediodía estábamos reunidos haciendo un semicírculo frente a la morgue, para retirar los restos de mi compadre Pedrito Guarache.

Todos estaban sorprendidos de la muerte trágica del amigo y muchos no sabían por qué lo habían asesinado, pero como Pedrito fue toda su vida tan servicial y ayudó a mucha gente en ocasiones similares, entonces cada quien sin ponerse de acuerdo con nadie, se dirigió al necrocomio para colaborar en lo que  hiciera falta y no dejar al pobre hombre expuesto a la muerte y al frío, en la soledad del lugar, como si hubiese sido una mala persona.

De esta manera, el tumulto de gente superaba fácilmente las doscientas personas que presentaban su aliento y pésame a su hermana Justa Guarache, que vivía con un afro descendente oriundo del pueblo de Curiepe, llamado Juan Pacheco y se encargaba de organizar bailes de tambores en cuanta fiesta parroquial se diera por toda la costa, desde Macuro, casi donde llegó el Almirante Colón hasta el Lago de Maracaibo, donde Alonso de Ojeda le dio nombre a estas tierras.

“Todo sucedió muy rápido” nos contaba Jacinto Guarapana, que era como un hermano para Pedrito y se habían criado juntos al sur de Anzoátegui a donde fueron a la escuela y se cansaron de cazar pajaritos para venderlos a escondidas en época de semana santa, a los turistas que pagaban muy bien por cualquier pajarraco vistoso que cantara bonito. “-Resulta que el marido de Estelita, mi cuñado Julián Guaicara era muy celoso y sabía que Pedrito suspiraba por su mujer desde tiempos infantiles e incluso yo lo sabia y hasta le decía “cuñado” desde siempre, debido a esos amores no afortunados en cincuenta años de amistad -decía  Jacinto Guarapana, el hermano de Estelita-. Pero, quién iba a pensar que Pedrito estaría en esa larga lista de venezolanos que perdieron la vida en este fin de semana y mucho menos de manos de mi cuñado, Julián Guaicara-se preguntaba, mientras todos  le observaban como si estuviese representando una obra teatral callejera-. A nadie se le hubiese imaginado tal cosa, un solo momento”.

“-¿Es decir, que de los 520 cadáveres que entraron a la morgue este mes, la muerte de Pedrito no se le puede facturar al gobierno, debido a la inseguridad reinante en la ciudad?”-preguntaba entre lloriqueos Clara Cárima-.

“De ninguna manera”, respondió Jacinto y elocuentemente echó el cuento, recordando que ambos hombres estaban bien embriagados por el licor, mientras jugaban dominó con otros dos vecinos, hasta que Pedrito ganó la partida y comenzó a celebrar como si hubiese ganado el Magallanes un juego de baseball al Caracas. “Ya Julián andaba de mal humor semejando un vaquero en el lejano oeste dispuesto a desenfundar el revólver y vaciarlo sin pensar sobre la humanidad de Pedrito”.

“-Pero esa no fue la razón por la cual Julián asesinó al  pobre de Pedrito -interrumpió el inspector Mario Yaguaracuto – y ya la policía lo sabe con las declaraciones que dieron los dos testigos, Julián y  Estelita. De tal manera-concluía el inspector Yaguaracuto, mientras fijaba su mirada en una reportera del diario El Tiempo y la cual tomaba nota de cada comentario como si pensara en escribir un libro sobre el caso, hasta el último detalle-, que tenemos 519 asesinatos debido a la violencia: homicidios en distintas modalidades; atracos violentos con arma de fuego, apuñalamientos en robos vulgares, secuestros fatales, ajustes de cuentas,  y el caso de Pedrito, con el cual se llega a 520 difuntos en treinta días”.

“-Lo cierto es que Pedrito se puso meloso con Estelita –continuaba contando Jacinto- y en eso se apareció Julián y lo capturó “in fragante” con la cuchara en la mano, desencadenándose la tragedia pasional”.

“-Por eso es que en la lista de fallecidos aparece “Guarache, Pedrito -con la frase-: por la cuchara de Estelita”, en vez de homicidio o ajuste de cuentas –dijo el inspector Yaguaracuto, dejando claro que la inseguridad, ni el gobierno, ni el proceso socialista tiene nada que ver con ese caso”. Entonces, el inspector Yaguaracuto se alejó de la concentración de dolientes del muerto y se perdió en las intimidades de la sala forense como si un remolino lo absorbiera en el olvido, porque después no se le volvió a ver.


II
Pedrito Guarache era un buen hombre que había hecho múltiples trabajos durante su vida, tanto  en su pueblo natal como en las ciudades grandes a donde fue a parar en sus 52 años de vida, deambulando por el oriente del país sembrando maíz; arroz y granos entre otros productos, desde el central Estado Guarico hasta el oriental Estado  Monagas; pescando en la costa de Anzoátegui, criando ganado en Valle Guanape, Clarines, Úrica; comerciando pescado salado hacia los llanos y sacando frutas y hortalizas, las cuales vendía en Puerto la Cruz; además tenia negocios construyendo casitas en pueblos calientes, quemados por el sol. Pero nunca se apartaba de sus amigos de infancia que se cruzaban información y recomendaciones para trabajar y compartir en un mundo de relaciones mezcladas por el compadrazgo y la unión por intermedio de casamientos entre ellos, que hacía pensar en un pueblito perpetuo, transportable, a donde quiera que fuesen.

“-Desde niño siempre fue muy tímido -decía Isolina Guarache, su tía y madre de crianza- y eso quizás explica la razón por la cual no se atrevió a pedirle a Estelita que fuera su mujer, a pesar que la quería desde niño como si fuera un asunto consumado. En la medida que pasaba el tiempo, más le pesaba no haber tenido hijos con ella y vivir el amor que  guardaba en su pecho por la linda mujer de larga cabellera negra y grandes ojos claros que brillaban como dos esmeraldas, resaltados por su piel de bronce”-dijo Isolina Guarache-.

Estelita por su parte, decía mirando a su madrina Facunda Salazar, “que ella siempre quiso a Pedrito, pero este nunca le enfrentaba con una palabra clara que concretara su compromiso y ella no podía esperar que se decidiera, porque entonces se quedaría a vestir santos. Por eso fue que cuando Julián Guaicara le daba vueltas y le propuso matrimonio aquel domingo durante “la corría de toros” que se dio en Cantaura, no lo pensó dos veces, ya que sentía que se estaba poniendo vieja a los 26 años. Pedrito, nunca me había faltado el respeto y por el contrario, me trataba con mucho cariño y esmero -seguía exponiendo Estelita con una voz que casi no se escuchaba por una acentuada afonía y por el forzado trasnocho-. Y esa noche en que pasó ese lamentable suceso, nadie se podía imaginar -como dijo Jacinto-, que la reunión terminara con un reguero de sangre en el patio del fondo de la casa. Yo estaba muy tranquila atendiendo la cocina, mientras freía unas bolitas de carne y otras de harina con queso para que todos comieran como un “pasapalo” y eso fue lo que dije en la policía cuando me llevaron como si fuera una delincuente callejera. Entonces, Pedrito vino buscando hielo para un trago y me dijo “que siempre me había querido, y si hay algo que deseaba en la vida era echar el tiempo para atrás y hacer las cosas de otra manera”. Yo le dije que se olvidara de eso, que la vida ya estaba andando y cada quien a lo suyo. Pero, él insistió en su comentario y dijo “que me deseaba como nunca y se me fue acercando pegándome contra la columna de palo sano, que está en el pasillo que da al patio y allí fue donde me besó a la fuerza como nunca lo hizo y entonces me metió la mano entre las piernas agarrándome la cuchara de canto y en ese preciso instante, llegó Julián seguido de un grito espantoso, soltando una vulgaridad…que solo fue insignificante con el ruido que hizo su revólver al dejar escapar tres disparos que impactaron al pobre de Pedrito…”
Eso lo contó Estelita delante de todos frente a la morgue y tan pronto terminó sus palabras, un profundo silencio se adueñó del espacio  y mucho tiempo después pensamos que la gente estaba rezando en silencio.


III
Al mismo tiempo, esa mañana del lunes, Julián Guaicara, sentado frente al detective José Guaruto, trataba de poner en orden sus ideas para explicar el motivo por el cual había matado a Pedrito Guarache.

 Ya el detective Guaruto le había hecho una serie de preguntas preelaboradas en el cuestionario que daba entrada al sumario de un extraño expediente, que tenia la delegación de policía pendiente por el caso y donde se evidenciaba claramente que todo se debió a problemas de pareja, celos o pasiones incontroladas. Ya el Comisario Flores le había explicado al detective Guaruto que estuviera pendiente de clasificar el caso como un homicidio pasional para los efectos de las estadísticas: y también le dijo, que era una cuestión de Estado definir el caso y evitar que se abultara innecesariamente la cifra de homicidios violentos por la delincuencia desbordada.

“-Yo no tenia nada personal en contra de Pedrito -le comentaba Julián al detective Guaruto como si fuera  una confesión ante un sacerdote- y simplemente les conté los acontecimientos tal como sucedieron. No hubo, premeditación, ni mala intención de mi parte, simplemente fue una reacción natural. Yo iba en búsqueda de mi mujer, solo para hablar y estar pendiente de ella y en eso fue cuando me encontré a Pedrito acosándola y metiéndole mano. Luego, fue un impulso incontrolable: como un latigazo, saqué el revólver que llevaba al cinto y le pegué los tiros. Eso es todo.

El detective José Guaruto transcribía cada palabra y  lo observaba como si estuviese comprando un kilo de papas sin inmutarse, ni asombrarse por la confesión, porque estaba  acostumbrado a escuchar cosas inexplicables, cual guión de Luís Buñuel en una cinta cinematográfica de 1967, donde una mujer frígida casada con un prestigioso cirujano termina metiéndose a puta y vive esa experiencia de día, en una doble vida…que por cierto termina en tragedia porque uno de sus clientes se enamora perdidamente de ella, persiguiéndola y acosándola en su casa…

“- ¿Cómo reaccionaría usted si encuentra a un tipo agarrando a su mujer, afanosamente, metiéndole mano, como si la cuchara de ella fuera un kilo de oro?-preguntaba Julián con una voz débil, como si ya nada le importara-. Cuando vine a darme cuenta de todo, ya el hombre estaba tirado en el piso en un charco de sangre. Son cosas que pasan y en este caso, me tocó a mi el número de la lotería y la foto en los periódicos”.
-“Siempre andaba pendiente de Pedrito con mi mujer, porque soy muy celoso y todos saben que a él le gustaba Estelita y usted debe saber también  “que hombre celoso no duerme”. Yo nada malo he hecho y si tengo que pagar por mis actos lo haré. Mi madre tenia razón cuando me decía que yo acabaría mal por mis celos y que no me buscara una mujer bonita y ahora resulta que voy preso por la cuchara de Estelita, como si hubiese sido una premonición de mi madre. Hace poco, mi madre me vino a traer una comida y una vestimenta y de paso me dijo que seguramente comeré con los dedos, porque Estelita no piensa visitarme y además mandó a decirme “que el agua se puso piche.”

Entonces, el detective Guaruto le hizo firmar la declaración y luego le condujo a una celda provisional con tanta gente, que se vio en la necesidad de empujarle como cuando se guarda mucha ropa en una maleta para que pudiera entrar…
–“Tantas penalidades por una cuchara” –le dijo- y le dio la espalda después de cerrar la reja.

 El rostro de Julián quedó inexpresivo en la penumbra de un calabozo hediondo a mierda.

IV
-“Yo sabía que Pedrito tenía ganas de agarrarle la cuchara a Estelita”-dijo Álvaro Navas Tarache que era muy amigo de él desde el día que lo ayudó  a escapar de una culebra anaconda que lo perseguía sin tregua en un barranco que hay entre Uchire y San Juan de Unare. “En aquella oportunidad-recordaba Alvarito- la culebra parece que estaba buscando macho según me dijo posteriormente el viejito Casimiro Guaina, que es curandero en el caserío Punto Lindo y cuando esas serpientes se ponen malucas tienen esos arrebatos de locura y por eso es que a veces se consiguen hombres con los huesos triturados en cualquier barranco solitario”. Pero, afortunadamente, Pedrito pasaba por el lugar manejando su camioneta cargada de topochos y se encontró con Alvarito corriendo con el terror en las piernas, logrando salvarle de una persecución inmesiricorde como suele suceder en una de esas películas norteamericanas que le paran los pelos hasta al más pintado. “En una tarde nos encontrábamos tomando unas cervezas en la tasca “La Cascada” de Don Tulio Acosta en la carretera que va al pueblo de El Hatillo-contaba Alvarito- y allí fue donde Pedrito me confesó, casi llorando, que no quería morir sin sentir a Estelita y “por su madre que lo abandonó cuando era niño”, juraba que por lo menos le agarraba la cuchara, aunque le costara la vida.”

V
El día martes fue el entierro de Pedrito y antes que lo llevaran cargado por la calle principal de Uchire hasta el cementerio que está a pocos metros del mar, mucha gente fue a despedirlo. Venían de todas partes llegó a decir Jacinto Guarapana: “…tanto de caseríos cercanos como de pueblos lejanos que le conocían desde niño, porque si algo había hecho Pedrito en su vida era hacer amigos. Gente de Monagas, de Guarico, de  Cantaura, de El Tigre, de Sabana de Uchire, de Puerto La Cruz, de Barcelona y de recónditos lugares perdidos entre Anzoátegui y Miranda pasaron frente a su féretro para verle…”
-“Parecía que estaba dormido”-dijo su hermana Justa y su cuñado Juan Pacheco le tocó un repique de tambores,- que parecía no terminar bajo el calor inclemente- con negros traídos de Río Chico y el olor a aguardiente vaporizado flotaba sobre la gente y daba la sensación de espíritus danzando.

Estelita estuvo allí y según contaba Andrés Cáramo que no perdió ningún detalle de lo que pasó ese día, ella se paró frente al ataúd antes de cerrarlo y duró varios minutos observando el rostro de Pedrito que parecía tener una sonrisa en los labios y entonces ella dijo “que su semblante hacia olvidar su muerte trágica…pero de todas maneras, las personas que lo querían, nunca olvidarían por qué mataron a Pedrito Guarache”.