Cuando a penas cumplió los diez y seis años, la bella Linda Guareguá se perdió de su casa un viernes en la mañana, dejando a su madre hundida en uno de los momentos más angustiantes de su vida, sin saber qué le había pasado, dónde estaba y con quién.
Su madre la buscó por todas partes, visitó familiares, amigas del liceo y caminó mucha avenida, calle y plaza buscando a la Linda Guareguá , quien se había enamorado de alguien y un día se fue con el hombre, sin si quiera llevarse un trapito y despedirse de su mamá.
Pasaron meses sin ver a la muchacha, aunque algunas amistades visitaban a su madre y le decían, “…la vi por tal lado, me la encontré en la plaza Bolívar y creo que está en estado y viviendo por Naiguatá”. Así pasaron sus lunas, hasta que un día apareció la muchacha llevando de la mano a un muchachito igualito a ella, con los ojos grandotes y pícaros, como perrito “sabiondo” lamiendo chocolate en una perola descuidada.
Su madre la casó con el hombre a palo y con verbo fuerte, pero al tiempo, la Linda Guareguá se enamoró de otro y como si fuera una obra de teatro con repetición de escena; se perdió nuevamente por un tiempo, dejando al marido entendiendo, apareciéndose luego, con otra barriga, que también cuidó su mamá.
Así se fue yendo la vida, y les digo que a la madre se le pintó la cabellera con ríos de plata; siendo abuela de ocho muchachos que parió la Linda Guareguá , que a sus cuarenta años sigue diciendo “que a ella no le quitan lo bailao, porque está enamorá…”