lunes, 27 de abril de 2015

La mata de ciruelas.

La mata de ciruelas.

Veía caer la lluvia desde la ventana de mi habitación, que miraba hacia el traspatio de la vieja casona, construida a finales del siglo xix. Me daba mucho placer visual ver caer la lluvia, que invariablemente caía en mayo, alejando los zamuros que deambulan las cocinas de las casas, esperando a que alguna cocinera les aviente tripas de gallina o de pollo...  

Mi familia había llegado allí a finales de los años cincuenta y yo apenas llevaba dos años conviviendo con mí tía. Ese día, yo había estado trepado a un costado del techo, donde precisamente entraba una gran rama de la mata de ciruelas, que extrañamente daba los mejores frutos en un sitio, que casi nadie veía ni accedía. Esa generosa rama, era mi secreto y yo egoístamente procuraba mantener en secreto su carga roja.

La lluvia comenzó a amainar, a ser imperceptible, se había convertido en una brizna fugaz y entonces apareció el arco iris-quizás uno de los efectos visuales más hermosos que yo he visto en mi vida-; llegué a preguntarle a mi tía “que si se podía conseguir los extremos del arco iris, ver su nacimiento”…y ella me dijo que si… “pero era muy difícil y que según le habían contado, en esos extremos podía conseguirse una vasija cargada de oro, pero que no conocía a nadie que la hubiese encontrado, son cuentos de camino”-me dijo-.

Salí a patio tratando de calcular la distancia de dónde estaba el extremo más cercano del arco iris, para tratar de llegar, pero luego me dí cuenta que no era cerca y seguramente muchos aventureros me llevarían una delantera muy grande y también pensé que si conseguía esa vasija de morocotas, pues iba a ser un problema cargarla y defenderla de los bandoleros que me harían picadillo. Yo mismo me reí de mi ingenuidad y entonces volví nuevamente a mi secreto y me trepé nuevamente en la mata de ciruelas. Estuve varias horas sentado en un palo comiendo ciruelas; después de mordisquearlas lanzaba a la distancia las semillas y me volvía a quedar absorto en mi mundo de nueve años, hasta que mi tía daba conmigo y gritaba: “Muchacho bájate de ahí, que te puedes caer y si te caes, yo te remato para que aprendas a cuidarte…”

sábado, 25 de abril de 2015

“Señorita, por favor sírvame un güisqui”

“Señorita, por favor sírvame un güisqui”
Tan solo llevaba un bolso de mano. Salí de casa apurado con un baño de vaquero a cuestas, como si me hubiese dado un chapuzón a orillas de un manantial. No tenía que perder tiempo y entonces recordaba esas películas americanas donde siempre hay un personaje corriendo para todas partes en avión como si fuera a un centro comercial de compras. Mis documentos estaban al día, eso era lo importante; también llevaba unos cuantos dólares en el bolsillo, tarjetas de crédito, tarjetas de débito, la llave de mi apartamento en Miami, todo lo demás aguardaba por mi en esas tierras, incluso la suegra. Me sentía eufórico, aventurero, arriesgado como “el fugitivo” que fue un célebre personaje de una serie de televisión y que duró muchos años entreteniendo a la gente.

Siempre dudé en verme es esta penosa situación de salir corriendo de mi país por temor a la justicia, pero yo sabía en lo que me estaba metiendo y sinceramente, mis cuentas estaban tan gordas que daba vergüenza seguir engordándolas como si fuera una vaca eterna.

Naturalmente, me daba mucha vergüenza; mucha pena estar viviendo esta situación tan desagradable y nada elegante: un tipo como yo, profesional, estudiado dentro y fuera de Venezuela, casado con una bella mujer, exitoso, con buenas relaciones dentro del partido, con todas las comodidades en una ciudad tan difícil como Caracas, pero si no metía mano era un estúpido, porque el menos pintado tenía la vida resuelta.

Entonces, abordé el avión sin inconvenientes de ninguna índole y comencé a relajarme. Me puse a leer la prensa, miré por la ventana y solo se veía el mar intenso, agua y más agua: Allí fue cuando le dije a la azafata “Señorita, por favor sírvame un güisqui”

Llévenselo, llévenselo

-Llévenselo, llévenselo-gritaba el funcionario a los otros que cubrían sus rostros con pasamontañas negros y protegían su pecho con chalecos antibalas, mientras balanceaban sus pistolas 9mm de fabricación rusa-.
Las mujeres gritaban con mucha valentía que le dejaran tranquilo, que él no había hecho nada, que era un buen hombre de su casa, buen hijo, buen marido, buen padre y no se metía en política y menos contra el gobierno.
Pero, el hombre seguía contra la pared, sudando a raudales y pidiendo que le enseñaran la orden de cateo y de aprehensión que no aparecía por ningún lado.
-Deja de hablar tonterías-le respondía el funcionario con cara de militante político de la revolución- camina o te hacemos caminar-le dijo-
-¿Pero quién me acusa de golpista? -Preguntaba el hombre con una voz preñada de impotencia-
Un patriota cooperante-le dijo el funcionario-
Entonces , al pobre hombre lo sacaron de su casa tan rápidamente que ni siquiera puso los pies sobre el piso y cuando se dio cuenta , ya estaba en un calabozo de la policía política y comenzó a temer por su vida, como en los tiempos de Federico García Lorca.

Negro Cimarrón

Negro Cimarrón
Corría desesperadamente, saltaba riachuelos sorpresivos que bajaban furtivos desde la montaña. Los arbustos se perdían a mis espadas, mientras ascendía en la tierra desconocida: entré en una especie de santuario, sin pagar tributo.
Deseaba terminar lo más pronto posible con el escape de la esclavitud y conseguirme en algún lugar con negros que habían huido de la opresión. Abajo, a lo lejos, se escuchaban voces ocasionales y ladridos permanentes de bestias intransigentes.
Mis pies descalzos eran ingobernables, parecían independientes de mi corazón y de mi pensamiento. Me convertí en viento, soplando paso a paso; arrastrando la tierra negra, generosa, materna y afectuosa, que recibía el peso de mi cuerpo.
Descansé brevemente entra platanales silvestres. Calmé el hambre olvidada por la caminata. Nunca había percibido la intensidad del canto de los insectos y las aves con esa sensación nueva de libertad: Volví de nuevo en mí y continué con la marcha. Tenía tres días sin dormir; y me balanceaba sobre mis piernas con el miedo constante de despertar capturado por los esclavistas.
Ya no me molestaban as heridas de los latigazos, pero el dolor, lo sentía en el alma. En un momento, parecía estar soñando y en realidad corría como sonámbulo.
Llegó un momento en el cual no sentía mis piernas, ni mis manos: casi ni respiraba. Entonces, me pareció que fui tomado por dioses azules que me halaron por los hombros y me depositaron en lo alto de bosque.
Cuando abrí los ojos, ya era de día. Desperté rodeado de un círculo de negros cimarrones. Me puse a llorar sin poder controlar la humedad en mis ojos y no pude disfrutar de vuelo de una bandada de pericos y azulejos, que surcaron el cielo

Boves, El Blanco.

Boves, El Blanco.
Sentía el sacrificio humano flotando en el aire llanero. Casas de bahareque se ven en la lejanía con sus paredes bailando bajo el sol. También sobresale una hilera de almendros en busca del poblado, pero a mi frente se observaba el campo abierto con dos ejércitos en contienda. Vencer o morir, esa era la filosofía. Mi corazón palpitaba, desbocado; las manos me sudaban a torrentes, entonces, mojo las riendas sin querer y el caballo percibe mi angustia. Mis pies descalzos se aferraban en los estribos. Soy un zambo obediente ante mi General, sin camisa ni sombrero y a la diestra tengo mi lanza, sujetada con fuerza, como si fuera un tercer brazo.
Las mejores lanzas estaban en la 2da fila del batallón y entre ellas la mía, que buscaba suficiente gloria para un “pata en el suelo”. La orden estaba dada: El General Boves era el blanco y le observábamos montado sobre su brioso caballo negro; un andaluz altivo, pelirrojo, era el terror del llano comandando sobre ese hermoso caballo negro como la noche.
De repente, retumbó una explosión de fusiles a mi izquierda y todos vamos al frente buscando al enemigo con gritos incontenibles de guerra, con mucho ánimo y entusiasmo. Al instante, nos responden y vienen de frente al contraataque, entonces chocan los ejércitos derramando sangre, en medio del fuego cruzado. Yo me encomiendo, rezo todo lo que me sé, en pensamiento y “…que Dios me agarre confesado.” La suerte estaba echada. Salto animales caídos, percibo rostros ensangrentados, galopo con fuerza hasta encontrar el camino despejado. No estoy solo. Cinco jinetes más van conmigo a paso veloz, como seis rayos.
Como cosas de destino, conseguimos al pelirrojo con el brazo alzado y el cabello revuelto, entonces, movió su espada, pero en segundos todo había terminado: “de seis lanzazos lo cruzamos, con seis oraciones lo crucificamos.” Casi no lo podía creer. Mis compañeros se quedaron parados frente al difunto. “Yo seguí galopando, sin parar en busca de galerones y fulías, pero todo estaba desierto.” Tan solo conseguí unas cuantas viejas rezanderas y un calor insoportable. Pero , chivo que se devuelve se desnuca y yo continué galopando por el llano, hasta caer la noche.

Estaba muerto

Estaba muerto
Esa noche no pude conciliar el sueño. Las ideas se batían en duelo en mi mente como un martirio proveniente de las alturas, pensaba en mis hijos, en mi compromiso político, pensaba en lo que no hice…
Di innumerables vueltas en el catre inmundo. Sudé a raudales incontenibles, sin poder controlar ni serenar mi cuerpo, ni mi respiración.
En todo momento quise mantener la hidalguía y la hombría propia de mi historia de vida y un vértigo estremecedor vapuleaba mis intestinos; temblandome las piernas como si tuviese una fiebre tropical.
A ratos, me parecía que la vida es injusta; a ratos negaba mi fe, a ratos mandaba todo al infierno, odiaba a la autoridad y a los subordinados como un adolescente perdido en sus complejos y a veces lloraba como un niño ante una desesperación que me salía del pecho.
Me incorporé buscando oxígeno para refrescar mis pensamientos y calmar el dolor en un cerebro agotado por las angustias. Entonces, busqué la ventanilla y mis manos sintieron el frío oxido de las cabillas centenarias. El azul intenso de la madrugada se estaba perdiendo y el sol aparecía tímidamente en algún lugar.
Me vino a buscar una comisión de cuatro guardias: dos adelante y dos atrás, entonces, me escoltaron hasta al patio, donde otro grupo de soldados en actitud marcial, mantenían sus armas en descanso. Amarraron mis manos y me apoyaron delante del paredón. Cuando subieron sus fusiles a la voz de “apunten”, ya me había despedido de este mundo.

La vieja bruja

La vieja bruja
Estuvimos varios minutos con una vela en la mano gastándola sobre una tabla lisa de madera. Con fuerza la frotábamos sobre su superficie para luego montarnos en ella y rodar por la pendiente como si fuera una tabla de surf sobre las olas.
Mientras realizábamos la faena de preparar las tablas, todos los niños conversábamos de muchas cosas. Ese día me enteré de la existencia de a vieja bruja. Ella vivía en la parte alta de una casa y seguramente la entrada de la misma era por la otra calle, porque nunca le veíamos caminando por nuestra vereda. Sin embargo, estoy seguro que nos conocía a todos, porque la vieja bruja no se despegaba de su ventana y parecía que llevaba un control de los pájaros que volaban; del tamaño de los árboles y de cuántos niños pertenecían al grupo.
Yo la miraba de reojo y detallaba su pañueleta roja sobre su pelo blanco y largo, mientras movía su quijada permanentemente como si estuviese mascando chicle. Creo que no tenía dientes. También observamos en su techo decenas de palomas, que ella alimentaba tirando semillas de maíz y, granos de arroz, pan picado y hasta lentejas, según me contaba Raúlito González, el hijo del mecánico, quien vivía a dos casas de la mía y que su mamá era peluquera.
La vieja bruja abría su ventana tempranito en la mañana y antes de caer la noche , la cerraba.
Mis amigos decían que la habían visto volando en una escoba, pero de noche, cuando menos uno lo esperaba. Los más valientes le tiraban piedras sobre el techo de cinc, para retar su ira, su enojo y oírle maldecir a lo lejos con palabras muy feas como si estuviese lanzando un hechizo.
Yo era el más pequeño del grupo y me limitaba a espiar su casa a primeras horas de la noche y nunca la vi volar en su escoba y recuerdo claramente, que cuando yo pasaba frente a su casa, lo hacía corriendo , sin mirar y si ella estaba allí, nunca le miraba a los ojos, por temor a que me convirtiera en paloma y me dejara encantado, convertido en palomita bailando eternamente sobre su techo en una danza interminable.

Correcaminos

Correcaminos
Venía corriendo los suelos de la patria desde Maracaibo. Mi General me había encomendado la misión sagrada de entregar el correo a costa de mi propia vida. Los sobres que contenían las cartas ardían en mi pecho; llegué a pensar que tenían palabras de fuego. A veces sentía como si la correspondencia palpitaba, como si de algún lado respiraba, como si tuviesen vida propia.
Efectivamente-llegué a contar más tarde- , no paré en mi andar de correcaminos; bordeando los ríos, subiendo montes, atravesando páramos y corriendo entre valles y llanuras, evitando encontrarme con el enemigo, para entregar la información lo más pronto posible.
Horas y horas bajo la luz inclemente del sol. Les digo que mi rostro ardía y evitaba siquiera rozarlo; los ojos también me ardían, mis labios estaban resecos y mi pecho era un témpano caliente, que amenazaba con convertirse en llamas.
La bestia que me transportaba estaba a punto de reventar, pues sudaba calores y su corazón se desbocaba; sus cuatro patas eran mías, sus ojos eran míos: yo sentía su entrega y sumisión.
Llegó la noche y los dos continuamos atravesando tierras como una sombra. El sol empezaba a despertar, cuando en la lejanía divisamos el objetivo. Conseguimos la entrada del destacamento, justo con el toque de diana. Entonces, un soldado nos condujo ante el comandante en jefe que reposaba en su hamaca, le entregamos los sobres y nos desplomamos en el suelo mi caballo y yo, muertos de sed, con hambre, con la lengua afuera, pensando en el regreso…

Lo trajeron de Oriente

Lo trajeron de Oriente
La carreta llegó escoltada por un grupo de hombres a caballo con aspecto sepulcral. Eran soldados del rey con su uniforme rojo y sus banderas monárquicas. Había mucha gente en la Plaza Mayor y cualquier movimiento vistoso llamaba la atención de las multitudes.
Inmediatamente, la carreta fue rodeada por un grupo de curiosos que esperaban el correo de Oriente. Ningún cristiano sabía qué había en la carreta, que ameritara la escolta y la parafernalia. Siempre se aguardaba noticias que dieran información sobre el fin de la guerra; se esperaba un milagro materializado en un acuerdo que trajera la paz, pero siempre era todo lo contrario: Victorias aquí, derrotas allá…
Un capitán llegó de alguna parte a recibir la encomienda valiosa y los curiosos seguían con los ojos más pelados que pobre recibiendo una herencia.
En esos momentos, los últimos acordes del órgano que se tocaba en la iglesia dieron inicio al silencio y se anunciaba el fin de la misa. Entonces, comenzó a llegar más gente al teatro callejero, actores circunstanciales, mimos y todo eso. Yo me aferré a la falda de mi mamá por temor a perderme entre tanta gente. De repente, tiraron desde la carreta un saco grasoso y un tanto hediondo como a aceite quemado.
El saco estaba roto por un costado: de esa manera, su contenido se desplazó abruptamente y salió a la luz en toda su dimensión; rodó estrepitosamente sobre el piso, resbalando hasta mis pies descalzos: Era la cabeza frita en aceite de un hombre blanco. Mamá levantó mi cuerpo, como para que no viera nada, pero ya el estremecimiento había sacudido mis sentidos. Hundí mi quijada en el hombro de mi mamá y desde allí pude ver un caballo sin jinete, que muchos reconocieron como la adoración del General José Félix Rivas, que en ese momento lloraba su soledad, su carencia de amo.

El testaferro

El testaferro
Acepté la proposición de ser testaferro, sin jamás considerar la posibilidad de tener el poder alguna vez en la mano.
Recuerdo la última tarde del mes de mayo, cuando todo comenzó. Mi amigo Gonzalito estaba sentado en su opulento sillón de cuero, tras aquel hermoso escritorio de madera inglés; toda una antigüedad, era como tener una joya valiosa en un dedo, era una belleza. 
Gonzalito-recuerdo-, tenía un traje azul oscuro de fino lino y sobre su pecho dejaba caer una hermosa corbata de seda-seguramente importada de Italia y comprada por su sofisticada mujer, que parecía una reina de belleza con mucha clase, con mucha cultura sobre lo que es vestir bien y todo eso-.
En su oficina se respiraba una sobriedad extraña, pero sin embargo, uno se cohibía ante el esplendor del dinero y el poder que dan las cosas finas. Hoy pienso, que no era una atmósfera de respeto como la que llegué a sentir en la oficina del presidente del banco donde yo trabajaba, en la cual se respiraba la sabiduría, el esfuerzo y el trabajo de décadas, que se veían en los diplomas, placas y reconocimientos que brillaban en las paredes. No. En la oficina de mi viejo amigo de la escuelita, mi entrañable Gonzalito, se respiraba la trampa y la viveza, a juzgar por las conversaciones que mantenía a ratos por el teléfono, mientras me picaba el ojo y me hacía señas de que estaba sobrado y todo estaba bajo control.
Yo no podía dejar de compararme con Gonzalito y es que su apabullante éxito y fortuna me hacía sentir como un fracasado. Por los cuatro costados se sentía el derroche y la disponibilidad de dinero; que si almuerzos por aquí, que si inversiones por allá, que si viajes al extranjero, en fin… un mundo glamoroso.
Yo notaba en Gonzalito un ego inmenso, demostrado en lo grosero de su tono de voz, que era imperativo y arrollador hacia sus subordinados. Se sentía el gavilán colorado de los llanos; se sentía el tigre de la sabana. Definitivamente-pensé-, ese no era el Gonzalito que yo conocía; no era el compañero de la escuelita, ni del liceo, ni de la universidad. No. Era otro y yo no lo conocía.
Recuerdo que primero me propuso firmar la compra de unos terrenos, después fui dueño de un edificio. Luego de una empresa, de un proyecto, de una obra. Después, manejaba cuentas nacionales y ultramarinas. Llegó un momento en el cual, yo era otro. Me convertí en un cuento y él era el creador. Me convertí en su marioneta. Su voracidad no tenía límites, manejé un imperio moderno con una danza de millones bailando a mí alrededor.
En aquella oportunidad, acepté tu proposición como un adolescente. Veía las cosas como un juego y me sentía no pecador. Hoy me entero Gonzalito del escándalo creado por ti cuando vi tu foto en el diario y me entero de tu huída al extranjero. Hoy, tú estás lejos y he perdido la memoria, casi ni te conozco, pajarraco de barranca, gato de monte…

Ebrio, en la ciudad

Ebrio, en la ciudad
La noche había sido larga. No hubo conciencia del transcurrir del tiempo. Compartí con un grupo de amigos y compañeros de trabajo un viernes por la noche; conversamos de todo, de lo bueno y lo profano, hablamos de asuntos triviales, hablamos de asuntos de trabajo. Hasta un compañero estuvo filosofando profundamente y nos entretuvo sobre las tareas intrascendentes para vivir o morir. Alguien habló sobre las tareas necesarias para lograr la sobre vivencia contra el hambre y la pobreza. Hablamos mientras catábamos el líquido embriagante hasta disertar sobre el clásico ser o no ser, hasta perdernos en la controversia entre lo dialéctico y lo estático.
Cuando vimos el reloj, nos sorprendimos porque el tiempo había corrido haciéndonos trampa y era muy tarde. Entonces, nos levantamos sorprendidos de poder mantenernos de pie.
Me fui a casa y llegué sin novedad, pero estuve varios minutos tratando de entrar a mi casa. No lograba hacer girar el mecanismo de la cerradura y hasta llegué a pensar que mi mujer había cambiado el mecanismo. Estaba que expulsaba sapos y culebras de la calentura que hervía en mi cabeza.
Escupí insultos y maldije mi ebriedad. Incluso, me cansé de estar parado en aquella situación. Agudicé mis sentidos en un esfuerzo doloroso, casi sobrehumano y descubrí para mi vergüenza que estaba intentando entrar en la casa de mi vecino. Si señor, estaba en la puerta equivocada, pero gracias a Dios, nadie me vio.

Pum, pum , se escuchan dos balazos

Pum, pum , se escuchan dos balazos
Pum, pum , se escuchan dos balazos , entonces se ve a un ladrón corriendo con la cartera de la víctima , mientras deja detrás a un hombre desangrándose…Casi muerto. Los transeúntes ven al hombre tirado y no hacen nada, parece que perciben que se va a morir y prefieren esperar a la morgue.
Pum, pum, pum una señora se agarra los cabellos, mientras grita que le habían robado su bolsa de comida. ¡Qué impotencia Dios mío!- dijo la señora-. En la bolsa llevaba 4 Kg. de harina de maíz, medio kilo de café y un kg. de pasta…Había durado tres horas haciendo cola. “Solo le doy gracias a Dios, que no me robaron la bolsa con el pollo, la carne el atún y el queso. “!Gracias Dios mío!”-exclamó la señora-.
Pum, pum, pum, pum sonaron cuatro balazos en el barrio y le robaron la moto al hijo de la señora Mercedes. Solo tenía 19 años y no vivirá para contarlo… Ni siquiera le dijeron “dame la moto, chamo”. La madre lloró ante el cuerpo de su hijo. “Menos mal que me quedan tres muchachos y dos hembras, menos mal”
Pum, pum, pum, pum, pum, llega una moto con dos tipos con pinta de escapados de un retén, entonces le cayeron por detrás a dos policías, que hacían un patrullaje en bicicleta y los acribillaron. Les roban el armamento. Cae una funcionaria muerta en el acto y su compañero se salva porque Dios es muy grande…”Hoy tuve mucha suerte”-dijo el policía sobreviviente-

La sartén de mi comadre Petra María

La sartén de mi comadre Petra María
…Yo sabía que mi comadre Petra María tenía un carácter muy agresivo, cuando sus emociones se volvían incontrolables. Ella es una mujer muy guapa, una negra de esas que todo lo tiene en su sitio y parece un sargento de esos que tiene a raya a la tropa, sin mucho esfuerzo. También, mi bella comadre es buena cocinando y moviendo las sartenes es una estrella. Entonces, yo le aconsejaba a mi compadre-su marido- que tuviera mucho cuidado con la negra, porque cada vez que llegaba tomado y tarde , aparecía la negra amenazándole con una sartén y asegurándole “…que un día de estos, le iba a dar una buena tunda”. Efectivamente, ese día llegó-quizás de tanto avisarlo-, entonces, mientras el compadre llegaba más prendido que fogón para las arepas, y no había terminado de ponerse las chancletas, se encontró con mi comadre más furiosa que una gata recién parida y con la sartén en la mano derecha moviéndose como si fuera el mismo “Zorro” con su espada en la mano y su sonrisa de sobrado. Entonces, la negra le lanzó dos sartenazos que el pobre hombre pudo esquivar en medio de su borrachera, pero al tercer espadazo -digo, sartenazo-, la negra fue más certera en la dirección del instrumento de cocina, que iba derechito hacia el rostro del compadre, quién en el último instante, logró levantar el brazo en una respuesta de protección instintiva, pudiendo rechazar el feroz sartenazo, pero no pudo evitar la fractura. Si señor, así pasó la cosa y tuvo que pasar unas horas en el centro médico, entre calmantes y sueros después que lo enyesaron, pero gracias a los mimos de su hija, su moral quedó intacta.

La bola de fuego

La bola de fuego

Salimos del pueblo de El Tocuyo, cada quien montado en su burro y dos animales adicionales que iban cargados de provisiones y mercaderías. No íbamos en silencio y pocas veces viajábamos de noche, por temor al Barrabás  del camino: Ustedes saben, esos ladrones agazapados que esperan la oportunidad de ejecutar un asalto en un sitio difícil.
La luz de la luna alumbraba claramente el sendero y todo estaba en calma y tranquilo.

 Pasada la medianoche, cansados de montar, decidimos caminar para estirar las piernas y darle descanso a los burritos, cuando vimos en la lejanía una bola de fuego que parecía un cometa volando a ras del suelo a inmensa velocidad.

Nos quedamos atónitos con la quijada en el suelo. Inicialmente, esa bola, parecía un astro caído del cielo. Parecía una llamarada de dragón. Pero, no era un fenómeno de la naturaleza, ni un ataque bélico desconocido, porque escuchábamos voces maldiciendo, risas  escapadas del mismo infierno, que hacían que la orina corriera sin control. Nos tiramos a la tierra y nos encomendamos a Dios. Entonces los animales huyeron al campo abierto y la candela se acercaba cada vez más como si fuera un sacrificio infiel, diabólico.
Levantamos la cabeza y nuestras miradas buscaron una carreta parada al frente, con un hedor muy pestilente, chorreada de sangre, con intestinos colgados, cabezas cortadas de blancos, negros e indios. Entonces, se escuchó una risa retumbante de un hombre y pude recordar inmediatamente las historias que me contaba mi abuelo del tirano Aguirre que siempre andaba en pena por esos llanos…Invoqué a la virgen, me entregué de corazón al Dios todopoderoso, pero como quería vivir me llené de valor y me fui corriendo sin mirar para atrás. Más nunca supe de los amigos, tampoco de los burros y tampoco salgo de noche por esos caminos…

miércoles, 1 de abril de 2015

EL POBRE HOMBRE

-Llévenselo, llévenselo-gritaba el funcionario a los otros que cubrían sus rostros con pasamontañas negros  y protegían su pecho con chalecos antibalas, mientras balanceaban sus pistolas 9mm de fabricación rusa-.

Las mujeres gritaban con mucha valentía que le dejaran tranquilo, que él no había hecho nada, que era un buen hombre de su casa, buen hijo, buen marido, buen padre y no se metía en política y menos contra el gobierno.

Pero, el hombre seguía contra la pared, sudando a raudales y pidiendo que le enseñaran la orden de cateo y de aprehensión que no aparecía por ningún lado.

-Deja de hablar tonterías-le respondía el funcionario con cara de militante político de la revolución- camina o te hacemos caminar-le dijo-
-¿Pero quién me acusa de golpista? -Preguntaba el hombre con una voz preñada de impotencia-
Un patriota cooperante-le dijo el funcionario-
Entonces , al pobre hombre lo sacaron de su casa tan rápidamente que ni siquiera puso los pies sobre el piso y cuando se dio cuenta , ya estaba en un calabozo de la policía política y comenzó a temer por su vida, como en los tiempos de Federico García Lorca.