sábado, 25 de abril de 2015

Lo trajeron de Oriente

Lo trajeron de Oriente
La carreta llegó escoltada por un grupo de hombres a caballo con aspecto sepulcral. Eran soldados del rey con su uniforme rojo y sus banderas monárquicas. Había mucha gente en la Plaza Mayor y cualquier movimiento vistoso llamaba la atención de las multitudes.
Inmediatamente, la carreta fue rodeada por un grupo de curiosos que esperaban el correo de Oriente. Ningún cristiano sabía qué había en la carreta, que ameritara la escolta y la parafernalia. Siempre se aguardaba noticias que dieran información sobre el fin de la guerra; se esperaba un milagro materializado en un acuerdo que trajera la paz, pero siempre era todo lo contrario: Victorias aquí, derrotas allá…
Un capitán llegó de alguna parte a recibir la encomienda valiosa y los curiosos seguían con los ojos más pelados que pobre recibiendo una herencia.
En esos momentos, los últimos acordes del órgano que se tocaba en la iglesia dieron inicio al silencio y se anunciaba el fin de la misa. Entonces, comenzó a llegar más gente al teatro callejero, actores circunstanciales, mimos y todo eso. Yo me aferré a la falda de mi mamá por temor a perderme entre tanta gente. De repente, tiraron desde la carreta un saco grasoso y un tanto hediondo como a aceite quemado.
El saco estaba roto por un costado: de esa manera, su contenido se desplazó abruptamente y salió a la luz en toda su dimensión; rodó estrepitosamente sobre el piso, resbalando hasta mis pies descalzos: Era la cabeza frita en aceite de un hombre blanco. Mamá levantó mi cuerpo, como para que no viera nada, pero ya el estremecimiento había sacudido mis sentidos. Hundí mi quijada en el hombro de mi mamá y desde allí pude ver un caballo sin jinete, que muchos reconocieron como la adoración del General José Félix Rivas, que en ese momento lloraba su soledad, su carencia de amo.

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