La vieja bruja
Estuvimos varios minutos con una vela en la mano gastándola sobre una tabla lisa de madera. Con fuerza la frotábamos sobre su superficie para luego montarnos en ella y rodar por la pendiente como si fuera una tabla de surf sobre las olas.
Mientras realizábamos la faena de preparar las tablas, todos los niños conversábamos de muchas cosas. Ese día me enteré de la existencia de a vieja bruja. Ella vivía en la parte alta de una casa y seguramente la entrada de la misma era por la otra calle, porque nunca le veíamos caminando por nuestra vereda. Sin embargo, estoy seguro que nos conocía a todos, porque la vieja bruja no se despegaba de su ventana y parecía que llevaba un control de los pájaros que volaban; del tamaño de los árboles y de cuántos niños pertenecían al grupo.
Yo la miraba de reojo y detallaba su pañueleta roja sobre su pelo blanco y largo, mientras movía su quijada permanentemente como si estuviese mascando chicle. Creo que no tenía dientes. También observamos en su techo decenas de palomas, que ella alimentaba tirando semillas de maíz y, granos de arroz, pan picado y hasta lentejas, según me contaba Raúlito González, el hijo del mecánico, quien vivía a dos casas de la mía y que su mamá era peluquera.
La vieja bruja abría su ventana tempranito en la mañana y antes de caer la noche , la cerraba.
Mis amigos decían que la habían visto volando en una escoba, pero de noche, cuando menos uno lo esperaba. Los más valientes le tiraban piedras sobre el techo de cinc, para retar su ira, su enojo y oírle maldecir a lo lejos con palabras muy feas como si estuviese lanzando un hechizo.
Yo era el más pequeño del grupo y me limitaba a espiar su casa a primeras horas de la noche y nunca la vi volar en su escoba y recuerdo claramente, que cuando yo pasaba frente a su casa, lo hacía corriendo , sin mirar y si ella estaba allí, nunca le miraba a los ojos, por temor a que me convirtiera en paloma y me dejara encantado, convertido en palomita bailando eternamente sobre su techo en una danza interminable.
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