El exterminio
Esa tarde del 22 de septiembre de 2009, no será olvidada fácilmente en las comunidades que existen en lo alto de los cerros ubicados entre El Valle y El Cementerio, en Caracas, donde la clase humilde que vive en los ranchos y casas del sector, sobrevive “contra la pared” sometida por los hampones.
Como a las 2 y media de la tarde fue confirmada la presencia de una banda de delincuentes que tenía un currículum impresionante de más de 40 asesinatos en un período de año y medio, fuera de innumerables violaciones, atracos, robos y una lista de delitos que no vamos a mencionar en estas líneas. Lo cierto, es que eran sujetos de alta peligrosidad armados hasta los dientes con Fal, metralleta, armas automáticas y otros artefactos más ordinarios, pero no desdeñables para causar muertes y desgracias a decenas de ciudadanos.
Una llamada telefónica alertó a la policía, quienes se apersonaron en el sector inmediatamente, cosa rara por cierto, pero casualmente estaban en un operativo cercano, y fueron recibidos a balazos con armas de guerra, ocasionando sus primeras bajas al ser herido un funcionario con arma de Fal en el estómago. Naturalmente, aquello se convirtió en una lluvia de plomo entre bando y bando que hacía saltar los techos de los ranchos; balas que atravesaban las paredes, la gente no levantaba la cara del piso y el humo con olor a pólvora se adueñó de todo en un tiempo interminable.
Los hampones ganaban la contienda como si pisaran una cucaracha y los policías metropolitanos se vieron en la angustiante necesidad de pedir auxilio a la guardia nacional, policía de Caracas , al mismo CICPC y hasta a la brigada canina. Entonces, la guerra se convirtió en una operación de exterminio con 10 hampones muertos, varios “bichitos” heridos que combatieron contra las autoridades, dejando en el ambiente una sensación de guerra. Tan pronto, se pudo levantar la gente del piso y comienza a sacar la cabeza por las rendijas, se consiguen con ese espectáculo (que ustedes se pueden imaginar fácilmente, de cuerpos regados por todas partes en un charco de sangre), pero, percibiendo el alivio que deja el trabajo de acabar con una plaga, que amenazaba la vida y seguridad de los demás, en lo cotidiano. Hasta una madre de un muchacho de 16 años, caído en la refriega, respiró tranquila, reconociendo que su hijo era un ser irrecuperable –para decir algo suave-, y que ella tenía culpa de su fin.
Como a las 2 y media de la tarde fue confirmada la presencia de una banda de delincuentes que tenía un currículum impresionante de más de 40 asesinatos en un período de año y medio, fuera de innumerables violaciones, atracos, robos y una lista de delitos que no vamos a mencionar en estas líneas. Lo cierto, es que eran sujetos de alta peligrosidad armados hasta los dientes con Fal, metralleta, armas automáticas y otros artefactos más ordinarios, pero no desdeñables para causar muertes y desgracias a decenas de ciudadanos.
Una llamada telefónica alertó a la policía, quienes se apersonaron en el sector inmediatamente, cosa rara por cierto, pero casualmente estaban en un operativo cercano, y fueron recibidos a balazos con armas de guerra, ocasionando sus primeras bajas al ser herido un funcionario con arma de Fal en el estómago. Naturalmente, aquello se convirtió en una lluvia de plomo entre bando y bando que hacía saltar los techos de los ranchos; balas que atravesaban las paredes, la gente no levantaba la cara del piso y el humo con olor a pólvora se adueñó de todo en un tiempo interminable.
Los hampones ganaban la contienda como si pisaran una cucaracha y los policías metropolitanos se vieron en la angustiante necesidad de pedir auxilio a la guardia nacional, policía de Caracas , al mismo CICPC y hasta a la brigada canina. Entonces, la guerra se convirtió en una operación de exterminio con 10 hampones muertos, varios “bichitos” heridos que combatieron contra las autoridades, dejando en el ambiente una sensación de guerra. Tan pronto, se pudo levantar la gente del piso y comienza a sacar la cabeza por las rendijas, se consiguen con ese espectáculo (que ustedes se pueden imaginar fácilmente, de cuerpos regados por todas partes en un charco de sangre), pero, percibiendo el alivio que deja el trabajo de acabar con una plaga, que amenazaba la vida y seguridad de los demás, en lo cotidiano. Hasta una madre de un muchacho de 16 años, caído en la refriega, respiró tranquila, reconociendo que su hijo era un ser irrecuperable –para decir algo suave-, y que ella tenía culpa de su fin.
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