Ese viernes había sido fin de mes y la gente tenia en el bolsillo su quincena o su semana para comprar el mercado. Juan Ramón iba subiendo por la avenida Baralt de pasajero en una camioneta toda destartalada rumbo al barrio de “los mecedores”, donde vivía en una casita que había quedado medio levantada de la terrible vaguada aquella, que dejó hasta cicatrices en El Ávila y había arrastrado grandes piedras montaña abajo en una de las lluvias más intensas caídas en más de cincuenta años.
La camioneta llegó al final de la avenida; pasó frente al barrio “El retiro”, luego cruzó por debajo del puente de “la cota mil” para seguir hacia el final de su ruta muy cerca de su casa y cuando llegó a la plaza Diego de Lozada, entonces, Juan decidió bajarse para ir a apostar caballos en el barrio “las torres” y tratar de ligar toda la buena suerte posible para llevar más dinero a su casa.
Al bajarse de la camioneta se veía el inmenso súper bloque 2, que quedaba frente a la plaza y que –Juan-, debía atravesar por un costado para llegar al sitio de apuestas. A un costado estaba el destacamento de la Guardia Nacional que siempre parece que estuviesen atrapando moscas y no escuchan nada; ni ven nada, ni hacen nada como si fuesen entrenados para no atacar el vicio y la violación de las normas de convivencia ciudadana.
La adrenalina de Juan Ramón comenzó a subir rápidamente, precisamente cuando pasaba frente al comando, porque los gritos del motivador de apuestas llamando a apostar se escuchaban tan fuertemente, que el busto del conquistador temblaba desde el viernes hasta la última carrera del domingo; pasando por un sábado intenso de bebidas y peticiones a las patas de los caballos, que vuelan sobre la pista con la suerte echada, mientras los niños del barrio juegan en la calle y sus padres se juegan el mercado de la semana entre gritos; escándalo y tanto ruido, que las palomas huyeron, para nunca más volver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario