martes, 30 de septiembre de 2014

¡Me han botado…!

Todas las mañanas es de lo más normal, ver como las columnas de pelícanos vuelan, sobre la orilla del mar hacia el oeste. Tienen su rutina. Luego, al atardecer se puede ver nuevamente, intermitentes líneas de formación de esas aves, que regresan hacia el este a buscar sus sitios para dormir. Una mañana uno de los pelícanos andaba solo. El pobre -me parece- cambió de ruta y aterrizó en la carretera que me lleva a Boca de Uchire. Allí estaba parado, desconcertado, sin saber qué hacer. Yo le vi desde lejos y entonces bajé la velocidad del vehículo, hasta pararme totalmente y poder detallar al animalito. Inicialmente pensaba que podía estar enfermo o muriendo. ¿Cómo saberlo? Me bajé lentamente del carro y me le fui acercando para observarlo. El pelicano me miraba con sus tristes y grandes ojos, sin pestañear. No le vi golpeado, ni ensangrentado; se veía sano y no se inmutaba con mi presencia. Entonces, pensé en voz alta ¿Qué le habrá pasado a este pelicano? Ustedes no me lo van a creer, pero el ave me respondió inmediatamente con una extraña voz, que parecía la de un niñito regañado: ¡Me han botado! Yo me quedé estupefacto y sentí que flotaba en el aire, razón por la cual traté de fijar mis pies con fuerza sobre el pavimento, para sentir que estaba despierto y que aquello era real. “¿Te han botado?”, le pregunté inmediatamente, porque no se me ocurrió más nada. “Sí” -me dijo-, mis compañeros me echaron como a un perro enfermo de sarna. Todo porque quería internarme más en el mar, que es tan lindo frente al pueblo de El Hatillo. Rompí la incondicional formación que traíamos y de manera violenta me gritaron: ¡Fuera pajarraco! Entonces, no tuve otra opción que aterrizar porque no sabía qué hacer con ese desprecio”. Yo le dije que conocía una historia parecida. Sé, que a cada rato, se ven casos similares. Y por eso, nadie debe echarse a morir-le dije, tratando de consolarle-. Sin decir más palabras, el joven pelicano abrió sus alas y se fue correteando como una avioneta en una pista, para luego remontar el azul cielo y perderse en el horizonte mañanero, sobre los manglares verdes, que bordean la laguna, libre como el viento y dueño de su destino.

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