Esas vacaciones la pasamos recorriendo el estado Yaracuy, el cual impresionaba por su vivo verdor por los cuatro costados, quizás porque estábamos inmersos en pleno invierno.
Conocí muchos pueblos con historias interesantes como Cocorote con su gran cerro al frente como un homologo Ávila; me bañé en el río Yurubí, en la parte norte de San Felipe dentro de un parque nacional hermoso, que nos hace pensar en las bellezas naturales que tenemos donde quiera que uno meta la cabeza. Conocí el pueblito de Guama, con su samán centenario en la entrada del pueblo; estuve en Chivacoa rindiendo homenaje al gran maestro Don Lino Valle, que descansa en su camposanto. Y en cada sitio probaba una divina cachapa yaracuyana procesada en el sitio, con la frescura del jojoto o una espectacular sopa de gallina con su arepa infaltable.
Precisamente, en Cocorote presencié un entierro humilde que iba saliendo caminando rumbo a San Felipe. Al muerto lo llevaban lentamente en medio de relámpagos y centellas que alumbraban como corrientazos en un cuarto oscuro, seguidos de ese sonido estruendoso que se expandía en la montaña. Era un humilde agricultor que en vida no le gustaba bañarse con regularidad. Si acaso, lo hacía dándose un chapuzón en un manantial en lo escondido de la vegetación, mientras buscaba hierbas medicinales para los curanderos.
Cuando el entierro llegó a San Felipe, el aguacero era realmente intenso y las calles que bajaban hacia el centro buscando el río Yaracuy parecían afluentes sobre el pavimento. Había tanta agua que la gente parecía estar en medio de un río.
Yo estacioné el carro a un lado de la vía, detrás de tanta gente que despedían al muerto, para esperar que escampara un poco y bajaran las aguas, pero pude ver el preciso instante, que los seis cargadores del féretro fueron arrastrados y el muerto salió despedido como un bote en las corrientes del mismo Orinoco…todos decían “…que eso debió pasar … para que llegara bien limpio al cielo, el hombre que con el agua siempre, pero siempre, peleado había vivido.”
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