Refresco con perro caliente
Todos los hombres estaban pendientes de Rosita Duarte, una vecina que tuve por el año 1967, cuando yo usaba pantalones cortos, recién había mudado mis dientes de leche y ni siquiera llegaba a los siete. Mi hermano mayor ya era un mozalbete, manejaba una moto roja bien bonita y trabajaba en La Guaira muy duro, subiendo a Caracas fletes, que venían del norte, de Europa, de México, en algún inmenso barco cargado de artefactos, peroles y hasta juguetes. La vecinita Rosita Duarte, era muy linda y mi hermano le pretendía, pero del frente de su casa no pasaba y si acaso le daba un besito en el cachete, porque Rosita no cedía ni un centímetro de confianza, obedeciendo a su mamá, por ello a mi hermano tan solo le pelaba los dientes. Ellos hablaban sentaditos en un muro, donde soñaban bajo la noche caraqueña y yo hacía parodias de ellos, porque se parecían a Romeo y Julieta; ya que mi hermano ofrecía villas y castillas, aunque Rosita estaba más dura que un biscocho azucarado, con frutas confitadas, que vendían por El Silencio, en el bloque siete. “Si yo mejoro la situación-le decía mi hermano-, nos vamos a Macuto; nos casamos, nos juntamos, vivimos juntos y estamos para siempre”. La Rosita lo esquivaba, temiéndole a la mentira y al embarque que le prevenía su mamá de un cachorro de zorro, como mi hermano. Un día mi hermano se ganó el premio gordo de Navidad, entonces, se compró un carro, se vistió elegantemente y se fue a buscar a la Rosita, pensando que comería cochino en navidad, pero la Rosita no se impresionó de la apariencia y no abrió su corazón a la petición de amor “medio indecente” y cuando mi hermano le preguntó si no se acordaba de su promesa, entonces, ella le respondió: “Sinceramente, no me acuerdo” y entonces, mi hermano, esa navidad del año 67, comió por los lados de la Iglesia Santa Teresa, refresco con perro caliente.
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