viernes, 8 de agosto de 2014

La zurra que le dio la abuela

La zurra que le dio la abuela
Se metió furtivamente en el cuarto de la abuela, registró las gavetas de madera de la vieja máquina de coser y consiguió inmediatamente un pote blanco con tapa roja que contenía aceite y el cual usaba la anciana, cuando le daba un ligero mantenimiento maternal a su instrumento de confeccionar vestidos a las nietas. Salió de la habitación y se introdujo en su cuarto mientras sentía que el corazón se desbocaba en su pecho como un potro loco que corría con frenesí libre como si fuera el caballo del “zorro”. Se sentó a un costado de su cama y debajo de ella sacó la caja de madera que contenía los patines de hierro oxidados por los años y golpeados por las travesuras, brincos contra el pavimento, que le habían dado sus hermanos mayores en tiempos pretéritos. Tomó el pote de aceite y gastó todo su contenido en lubricar las ruedas rojas que comenzaban a girar sin fricción y el sonido de las bolitas de plomo le hacía imaginar el deslizamiento rápido dando círculos en la plaza. Tan pronto la abuela se fue a pasar la siesta, salió inmediatamente de la casa y corrió a llamar a Gustavo para que le prestara la llave ajustable y luego ponerse los patines que lo llevarían al paraíso detrás de la chiquillería que haría lo propio. El aire decembrino le pegaba en la cara mientras seguía a los demás muchachos haciendo una especie de tren, pero el muchacho se desprendió del grupo y fue a rodar sobre la acera rústica, malogrando sus rodillas. Ese raspón no lo podía ocultar ni el gasto del aceite tampoco: Ya sabía lo que vendría, pero valía la pena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario