Un día en El Teleférico
Este comienzo de año la ciudad de Caracas estaba divinamente transitable como suele suceder siempre cuando la población se va a la provincia a visitar a su familia en las fiestas pascuales, o a disfrutar de sus casas de descanso en alguna playa; montaña o llanura preñada de lapas, chigüire, babas o monos saltarines y bulliciosos brincando de rama en rama. Entonces, decidí pasar un día visitando “El Ávila”, subiendo por el remozado Teleférico y pasar un rato arriba, disfrutando de la frescura de la vegetación, las guacamayas escandalosas, la neblina y las espectaculares vistas, que ofrece el emblemático cerro, aunque los “larga vistas” que están fijos allá no sirven para nada y son puro traste viejo de adorno.
De esa manera, preparé unas bandejitas llenas de arroz con pescado y mariscos, un termo de jugo, los cuales metí en mi morralito; me puse un sombrero y me dirigí al Teleférico para pasar un día diferente. Lo primero, que me encontré fue a mucha gente pensando igual que yo, y no encontré estacionamiento disponible, pero gracias a unos vecinos organizados de la Urbanización Simón Rodríguez que se ofrecieron a cuidar el carro por sesenta bolívares, pude al igual que muchas personas, estacionarme en le zona periférica, aunque ciertamente, dudando de la integridad de mi carrito. Luego, me encuentro con una cola inmensa para comprar los boletos y que me llevó tres horas para llegar a la taquilla -para encontrar los precios en 75 Bs. para adultos y 40 Bs. para niños, estudiantes y personas de la 3ra edad-, y otra hora para entrar a la cabina de transporte: Tuve varios conatos de abandono de la empresa, pero una sobrina de 9 añitos con su voluntad de hierro, me inspiraba a seguir en aquella procesión, mientras observaba el estoicismo de la gente metidos en semejante barullo como si tuviesen muchas horas de entrenamiento.
Cuando llegamos arriba, nos encontramos con tanta gente aglomerada, que aquello parecía el balneario de Macuto en época de Semana Santa o una procesión de La Divina Pastora. Sin embargo, mi sobrina estaba encantada por ver a la ciudad desde arriba, por ser víctima del frío y por comprar bombitas de jabón para echarle encima a la gente. Pero, el tiempo se le fue muy rápido, cuando le dije: “…que teníamos que regresar, antes que la gente pensara lo mismo…”. Sin embargo, pasamos una hora en la cola, mientras esta seguía creciendo, creciendo, creciendo como un monstruo hijo del infinito, que solo fue agradable cuando vimos nuevamente a Caracas desde el aire, pasando por encima de una vegetación hermosa.
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