¡Regáleme unos cañonazos!
“Este fin de año hubo cierto cambio en la sociedad, que lo hizo diferente-me contaba el señor Juan Parranda, un sujeto acostumbrado a vivir plenamente las navidades cantando aguinaldos y bebiendo en las calles, como si fuera el mismísimo Rey Felipe II, brindando brandy a todo el mundo, a costa del sudor de sus colonias-, todo luce apagado; no hay ese brillo de antes y la gente ha hecho maromas para comprar los ingredientes de sus hallacas y el plato navideño, sin contar los tradicionales estrenos de la familia en casa, así como pintar, cambiar los peroles…”.me siguió diciendo con la depresión inocultable en el rostro-. “Y es, que parece que estamos viviendo la transformación de nuestra realidad, ciertamente-me decía-, es como el fin de los tiempos, porque escasea todo, las cosas no se consiguen como antes, a menos que uno tenga un alto cargo en el gobierno y tenga medios para “mover” relaciones y recursos, y entonces, así pueda llevar a la casa más cosas que los demás”. Juancito Parranda, me miraba como un cazador presto a dar el tiro de gracia a su presa, cuando me dijo: “Amigo querido, regáleme unos cañonazos para culminar la parranda”. Yo me le quedé mirando detenidamente y pude encontrar sus ojos de trasnocho; su barba de varios días, su saco para el frío de la noche, más arrugado que el cuello de una tortuga. Juan parecía que tenía el mal se sambito estirándose para todos lados y sus ojos inquietos, se movían rápidamente, detallando a los transeúntes, buscando con la mirada el paso de una gacela, de un venado, o de una gallina para hacerle la petición de cañonazos; cuestión que no se acabe la tradición…de cantar aguinaldos desentonados en la madrugada con dos o tres parranderos, que miran su futuro gris de subsistencia en las navidades del próximo año.
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