-¿Y dónde meto mi ropa?-le pregunté a mi mamá, la primera vez que nos íbamos a oriente de vacaciones para conocer el pueblo donde había nacido ella y dónde vivían sus familiares, quienes yo no conocía, ni en foto.
-“La metes en tu morralito rojo y azul-me dijo- y no vayas a meter ni carritos, ni soldaditos, ni nada que no haga falta. Solo tu ropa.” Yo me molesté un poco porque debía dejar mi bicicleta.
Salimos de Caracas a las once de la noche en un autobús de lujo-según decían, pero estaba muy lejos, de eso- y estuve pegado al vidrio de la ventana tratando de ver todo lo que pudiera en el camino, pero inmediatamente al comenzar las curvas que nos llevarían a las poblaciones de Guatire y Guarenas, mi estómago comenzó a hacer movimientos extraños y poco faltó para expulsar la cena, sino es por la habilidad de mi mamá en el exprimido de limones en mi boca, por un largo trecho.
Tuve que “dormir a juro” para evitar vomitar. Afortunadamente, no me perdí de nada porque todo era oscuro, mucha vegetación, como si estuviéramos atravesando una inmensa selva; adornada con muchos carteles, avisos, letreros y más pancartas que anunciaban hoteles, playas y taguaras con mujeres sonreídas, en bikinis y con lentes oscuros, que hacían pensar en una actriz de cine como Marilyn Monroe.
A las seis de la mañana estábamos entrando a la ciudad de Cumaná y yo me encontraba maravillado viendo la península de Araya; las isletas entre la bruma y un mar de ensueño, que mecía botecitos multicolores de pescadores a lo lejos.
Cuando llegamos al pueblito de Mariguitar, retrasé mi desayuno, porque no me cansaba de detallar las casitas de bahareque, los cochinos y los burros que circundaban la casa de la prima Higinia y eso que no había descubierto el mar, que solo estaba al voltear la esquina.
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