sábado, 9 de agosto de 2014

!Encomendarse a Dios!

¡Encomendarse a Dios!
La calle estaba desierta y los bandoleros se paseaban a ritmo de guapos de barrios, tongoneándose como si estuvieran desfilando encima de una pasarela, exhibiendo sus blue jeans llenos de polvo del camino, mientras sus otros compañeros procedían por segunda vez en el día a atracar un establecimiento de Mercal. Nadie asomaba la cabeza por las ventanas por temor a que un desadaptado procediera como loco a disparar inmediatamente, sin advertir; sin avisar y sin decir, por lo menos: “quítate que ahí va el plomazo”.

Los malhechores, habían tenido un día duro, asaltando camionetitas atestadas de pasajeros, que venían de Barcelona, en la carretera Nacional y se habían apostado en las calles principales del pueblo a atracar a cuanto cristiano pasaba desapercibido y contando “pajaritos en el aire”. Por ello, nadie salía de sus casas y se preparaban para huir o escapar de un pueblo sin ley, donde hasta la Guardia Nacional es asesinada, cuestión de robarle el armamento. Antes, había una Policía Municipal que de alguna manera ponía el orden y el hampa no andaba con “el moño suelto”, pero a algún burócrata federal, se le ocurrió la idea de cerrarla, sin dejar otra opción que protegiera a los productores agrícolas, comerciantes, dueños de cantinas, a las diligencias, a los ganaderos, a las familias en los ranchos y hasta a la gente que vivía en las casitas, en pleno pueblo, para robarle cualquier cosita.

Todo estaba desierto, ni siquiera había un pianista con un sombrerito gracioso de esos que popularizaron los caballeros ingleses a finales del siglo XIX y que siempre aparecen en una película americana del lejano oeste, que no despegara sus manos de las teclas, mientras los bandoleros hacían “desguase” en las licorerías, en cantinas en medio de balazos, golpizas y botellazos que se estrellaban por todas partes como si fuera una pelea callejera en un barrio de Petare. Hasta las prostitutas huyeron por temor a ser violadas impunemente, en una tarde de mala bebida, en el pueblo de Clarines.

Cuando los hijos de Teresa Guaina estaban listos para huir del pueblo, su madre les dio el dinero del pasaje, el cual guardaron en los interiores y también les dio un dinero aparte, por si acaso los atracaban en el camino al Terminal de pasajeros y les dijo a los muchachos: -¡No queda de otra, hay que encomendarse a Dios! –les dijo y les echó la bendición con la esperanza de que nos lo mataran como perros sarnosos, en los juegos de tiro al blanco.

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