La misión
LUIS ALFREDO RAPOZO
En esas vacaciones de 1968 a mi mamá se le ocurrió la brillante idea de mandarme a dónde mi tía-su hermana mayor-, para que con ella pasara unos días de descanso -a mis ocho años- y le acompañara, pues estaría solita en casa, ya que su hija y sus nietos se habían ido de viaje por más de quince días a un pueblito, por los andes.
Protesté bastante como si fuera un excelso diputado de brillante oratoria; brinqué bastante en el piso casi a nivel de llorantina, debido a que mi tía era muy brava y yo no me imaginaba compartiendo con ella ni siquiera durante el almuerzo. Pero nada: mis lágrimas no consiguieron nada.
-“¡Es una misión que te impongo y te suplico-dijo mi mami-, para que mi hermana no esté sola!”.
Total, que fui a parar a donde mi tía con mis trapitos nuevos y dos libros para leer de noche, que eran “Pulgarcito” y “Platero y yo”, para darle uso a la imaginación-según consejo de mi mamá-.
Un domingo de aburrimiento mi tía se apiadó de mi y me mandó con un bolívar al cine-que quedaba a ocho cuadras- y pude ver “El conde de Montecristo” por tan solo 0,50 bolívares, mientras me devoraba dos paqueticos de maní tostado envueltos en un cono de papel periódico, que me alegraron por un día, aquella misión de mandados a la bodega; de compra de periódicos y de llevar dulces a donde las vecinas, quienes visitaban a mi tía de noche para echar cuentos, en el porche.
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